jueves, 19 de febrero de 2009

Fuego Y Hielo

FUEGO Y HIELO
Unos dicen que el mundo sucumbirá en el fuego,
otros dicen que en hielo.
Por lo que yo he probado del deseo
estoy con los que apuestan por el fuego.
Pero si por dos veces el mundo pereciera
creo que conozco lo bastante el odio
para decir que, en cuanto a destrucción,
también el hielo es grande
y suficiente.
Robert Frost

Prefacio

Todos nuestros intentos de huida habían sido infructuosos.
Con el corazón en un puño, observé cómo se aprestaba a defenderme. Su intensa concentración no mostraba ni rastro de duda, a pesar de que le superaban en número. Sabía que no cabía esperar ningún tipo de ayuda, ya que, en ese preciso momento, lo más probable era que los miembros de su familia luchasen por su vida del mismo modo que él por las nuestras.
¿Llegaría a saber alguna vez el resultado de la otra pelea? ¿Averiguaría quiénes habían ganado y quiénes habían perdido? ¿Viviría lo suficiente para enterarme?
Las perspectivas de que eso sucediera no parecían muy halagüeñas.
El fiero deseo de cobrarse mi vida relucía en unos ojos negros que vigilaban estrechamente, a la espera de que se produjera el menor descuido por parte de mi protector, y ése sería el instante en el que yo moriría con toda certeza.
Lejos, muy lejos, en algún lugar del frío bosque, aulló un lobo.

Ultimátum

Bella:
No sé por qué te empeñas en enviarle notas a Billy por medio de Charlie como si estuviéramos en el colegio. Si quisiera hablar contigo, habría contestado la
Ya tomaste tu decisión, ¿verdad? No puedes tenerlo todo cuando
¿Qué parte de “enemigos mortales” es la que te resulta tan complicada de mira, ya sé que me estoy comportando como un estúpido, pero es que no veo otra forma. No podemos ser amigos cuando te pasas todo el tiempo con esa pande de
Simplemente, lo paso peor cuando pienso en ti demasiado,a sí que no me escribas más
Bueno, yo también te echo de menos. Mucho. Aunque eso no cambia nada. Lo siento.
Jacob




Deslicé los dedos por la página y sentí las marcas donde él había apretado con tanta fuerza el bolígrafo contra el papel que casi había llegado a romperlo. Podía imaginármelo mientras escribía, le veía garabateando aquellas palabras llenas de ira con su tosca letra, acuchillando una línea tras otra cuando sentía que las palabras empleadas no reflejaban su voluntad, quizá hasta partir el bolígrafo con esa manaza suya; esto explicaría las manchas de tinta. Me imaginaba su frustración, lo veía fruncir las cejas negras y arrugar el ceño. Si hubiera estado allí, casi me hubiera echado a reír. Te va a dar una hemorragia cerebral, Jacob, le habría dicho. Simplemente, escúpelo.
Aunque lo último que me apetecía en esos momentos, al releer las palabras que ya casi había memorizado, era echarme a reír. No me sorprendió su respuesta a mi nota de súplica, que le había enviado con Billy, a través de Charlie, justo como hacíamos en el instituto, tal como él había señalado. Conocía en esencia el contenido de su réplica antes incluso de abrirla.
Lo que resultaba sorprendente era lo mucho que me hería cada una de las líneas tachadas, como si los extremos de las letras estuvieran rematados con cuchillos. Más aún, detrás de cada violento comienzo, se arrastraba un inmenso pozo de sufrimiento; la pena de Jacob me dolía más que la mía propia.
Mientras reflexionaba acerca de todo aquello, capté el olor inconfundible de algo que se quemaba en la cocina. En cualquier otro hogar no hubiera resultado preocupante que cocinase alguien que no fuera yo.
Metí el papel arrugado en el bolsillo trasero de mis pantalones y eché a correr, bajando las escaleras en un tiempo récord.
El bote de salsa de espaguetis que Charlie había metido en el microondas apenas había dado una vuelta cuando tiré de la puerta y lo saqué.
—¿Qué es lo que he hecho mal? —inquirió Charlie.
—Se supone que debes quitarle la tapa primero, papá. El metal no va bien en los microondas.
La retiré precipitadamente mientras hablaba; vertí la mitad de la salsa en un cuenco para luego introducirlo en el microondas y devolví el bote al frigorífico; ajusté el tiempo y apreté el botón del encendido.
Charlie observó mis arreglos con los labios fruncidos.
—¿Puse bien los espaguetis, al menos?
Miré la cacerola en el fogón, el origen del olor que me había alertado.
—Estarían mejor si los hubieras movido —repuse con dulzura.
Encontré una cuchara e intenté despegar el pegote blandengue y chamuscado del fondo.
Charlie suspiró.
—Bueno, ¿se puede saber qué intentas? —le pregunté.
Cruzó los brazos sobre el pecho y miró la lluvia que caía a cántaros a través de las ventanas traseras.
—No sé de qué me hablas —gruñó.
Estaba perpleja. ¿Cómo era que papá se había puesto a cocinar? ¿Y a qué se debía esa actitud hosca? Edward todavía no había llegado. Por lo general, mi padre reservaba este tipo de actitud a beneficio de mi novio, haciendo cuanto estaba a su alcance para evidenciar con claridad la acusación de persona no grata con cada una de sus posturas y palabras. Los esfuerzos de Charlie eran del todo innecesarios, ya que Edward sabía con exactitud lo que mi padre pensaba sin necesidad de la puesta en escena.
Seguí rumiando el término «novio» con esa tensión habitual mientras removía la comida. No era la palabra correcta, en absoluto. Se necesitaba un término mucho más expresivo para el compromiso eterno, pero palabras como «destino» y «sino» sonaban muy mal cuando las introducías en una conversación corriente.
Edward tenía otra palabra en mente y ese vocablo era el origen de la tensión que yo sentía. Sólo pensarla me daba dentera.
Prometida. Ag. La simple idea me hacía estremecer.
—¿Me he perdido algo? ¿Desde cuándo eres tú el que hace la cena? —le pregunté a Charlie. El grumo de pasta burbujeaba en el agua hirviendo mientras intentaba desleírlo—. O más bien habría que decir, «intentar» hacer la cena.
Charlie se encogió de hombros.
—No hay ninguna ley que me prohiba cocinar en mi propia casa.
—Tú sabrás —le repliqué, haciendo una mueca mientras miraba la insignia prendida en su chaqueta de cuero.
—Ja. Esa ha sido buena.
Se desprendió de la chaqueta con un encogimiento de hombros porque mi mirada le había recordado que aún la llevaba puesta, y la colgó del perchero donde guardaba sus bártulos. El cinturón del arma ya estaba en su sitio, pues hacía unas cuantas semanas que no había tenido necesidad de llevarlo a comisaría. No se habían dado más desapariciones inquietantes que preocuparan a la pequeña ciudad de Forks, Washington, ni más avistamientos de esos gigantescos y misteriosos lobos en los bosques siempre húmedos a causa de la pertinaz lluvia...
Pinché los espaguetis en silencio, suponiendo que Charlie andaría de un lado para otro hasta que hablara, cuando le pareciera oportuno, de aquello que le tenía tan nervioso. Mi padre no era un hombre de muchas palabras y el esfuerzo de organizar una cena, con los manteles puestos y todo, me dejó bien claro que le rondaba por la cabeza un número poco frecuente de palabras.
Miré el reloj de forma rutinaria, algo que solía hacer a esas horas cada pocos minutos. Me quedaba menos de media hora para irme.
Las tardes eran la peor parte del día para mí. Desde que mi antiguo mejor amigo, y hombre lobo, Jacob Black, se había chivado de que había estado montando en moto a escondidas una traición que había ideado para conseguir que mi padre no me dejura salir y no pudiera estar con mi novio, y vampiro, Edward Cullen , sólo me permitían ver a este último desde las siete hasta las nueve y media de la noche, siempre dentro de los límites de las paredes de mi casa y bajo la supervisión de la mirada indefectiblemente refunfuñona de mi padre.
En realidad, Charlie se había limitado a aumentar un castigo previo, algo menos estricto, que me había ganado por una desaparición sin explicación de tres días y un episodio de salto de acantilado.
De todos modos, seguía viendo a Edward en el instituto, porque no había nada que mi progenitor pudiera hacer al respecto. Y además, Edward pasaba casi todas las noches en mi habitación, aunque Charlie no tuviera conocimiento del hecho. Su habilidad para escalar con facilidad y silenciosamente hasta mi ventana en el segundo piso era casi tan útil como su capacidad de leer la mente de mi padre.
Por ello, sólo podía estar con mi novio por las tardes, y eso bastaba para tenerme inquieta y para que las horas pasaran despacio. Aguantaba mi castigo sin una sola queja, ya que, por una parte, me lo había ganado, y por otra, no soportaba la idea de hacerle daño a mi padre marchándome ahora que se avecinaba una separación mucho más permanente, de la que él no sabía nada, pero que estaba tan cercana en mi horizonte.
Mi padre se sentó en la mesa con un gruñido y desplegó el periódico húmedo que había allí; a los pocos segundos estaba chasqueando la lengua, disgustado.
—No sé para qué lees las noticias, papá. Lo único que consigues es fastidiarte.
Me ignoró, refunfuñándole al papel que sostenía en las manos.
—Éste es el motivo por el que todo el mundo quiere vivir en una ciudad pequeña. ¡Es temible!
—¿Y qué tienen ahora de malo las ciudades grandes?
—Seattle está echando una carrera a ver si se convierte en la capital del crimen del país. En las últimas dos semanas ha habido cinco homicidios sin resolver. ¿Te puedes imaginar lo que es vivir con eso?
—Creo que Phoenix se encuentra bastante más arriba en cuanto a listas de homicidios, papá, y yo sí he vivido con eso —y nunca había estado más cerca de convertirme en víctima de uno que cuando me mudé a esta pequeña ciudad, tan segura. De hecho, todavía tenía bastantes peligros acechándome a cada momento... La cuchara me tembló en las manos, agitando el agua.
—Bueno, pues no hay dinero que pague eso —comentó Charlie.
Dejé de intentar salvar la cena y me senté para servirla; tuve que usar el cuchillo de la carne para poder cortar una ración de espaguetis para Charlie y otra para mí, mientras él me miraba con expresión avergonzada. Mi padre cubrió su porción con salsa y comenzó a comer. Yo también disimulé aquel engrudo como pude y seguí su ejemplo sin mucho entusiasmo. Comimos en silencio unos instantes. Charlie todavía revisaba las noticias, así que tomé mi manoseado ejemplar de Cumbres borrascosas de donde lo había dejado en el desayuno e intenté perderme a mi vez en la Inglaterra del cambio de siglo, mientras esperaba que en algún momento él empezara a hablar.
Estaba justo en la parte del regreso de Heathcliff cuando Charlie se aclaró la garganta y arrojó el periódico al suelo.
—Tienes razón —admitió—. Tenía un motivo para hacer esto —movió su tenedor de un lado para otro entre la pasta gomosa—. Quería hablar contigo.
Deje el libro a un lado. Tenía las cubiertas tan vencidas que se quedo abierto sobre la mesa.
—Bastaba con que lo hubieras hecho.
El asintió y frunció las cejas.
—Si lo recordaré para la próxima vez. Creía que haciendo la cena por ti te ablandaría un poco.
Me eche a reír.
—Pues ha funcionado. Tus habilidades culinarias me han dejajado como la seda. ¿Qué quieres, papá?
—Bueno, tiene que ver con Jacob.
Sentí cómo se endurecía la expresión de mi rostro.
—¿Qué es lo que pasa con él? —pregunté entre los labios apretados.
—Sé que aún estáis enfadados por lo que te hizo, pero actuó de modo correcto. Estaba siendo responsable.
—Responsable —repetí con tono mordaz mientras ponía los ojos en blanco—. Vale, bien, y ¿qué pasa con él?
Esa pregunta que había formulado de modo casual se repetía dentro de mi mente de forma menos trivial. ¿Qué pasaba con Jacob? ¿Qué iba a hacer con él? Mi antiguo mejor amigo que ahora era... ¿qué? ¿Mi enemigo? Me iba a dar algo.
El rostro de Charlie se volvió súbitamente precavido.
—No te pongas furiosa conmigo, ¿de acuerdo?
—¿Furiosa?
—Bueno, también tiene que ver con Edward.
Se me empequeñecieron los ojos. La voz de Charlie se volvió brusca.
—Le he dejado entrar en casa, ¿no?
—Lo has hecho —admití—, pero por periodos de tiempo muy pequeños. Claro, también me has dejado salir a ratos de vez en cuando —continué, aunque en plan de broma; sabía que estaba encerrada hasta que se acabara el curso—. La verdad es que me he portado bastante bien últimamente.
—Bueno, pues ahí quería yo llegar, más o menos...
Y entonces la cara de Charlie se frunció con una sonrisa y un guiño de ojos inesperado; por unos instantes pareció veinte años más joven. Entreví una oscura y lejana posibilidad en aquella sonrisa, pero opté por no precipitarme.
—Me estoy liando, papá. ¿Estamos hablando de Jacob, de Edward o de mi encierro?
La sonrisa flameó de nuevo.
—Un poco de las tres cosas.
—¿Y cómo se relacionan entre sí? —pregunté con cautela.
—Vale —suspiró mientras alzaba las manos simulando una rendición—. Creo que te mereces la libertad condicional por buen comportamiento. Te quejas sorprendentemente poco para ser una adolescente.
Alcé las cejas y el tono de voz al mismo tiempo.
—¿De verdad? ¿Puedo salir?
¿A qué venía todo esto? Me había resignado a estar bajo arresto domiciliario hasta que me mudara de forma definitiva y Edward no había detectado ningún cambio en los pensamientos de Charlie...
Mi padre levantó un dedo.
—Pero con una condición.
Mi entusiasmo se desvaneció.
—Fantástico —gruñí.
—Bella, esto es más una petición que una orden, ¿vale? Eres libre, pero espero que uses esta libertad de forma... juiciosa.
—¿Y qué significa eso?
Suspiró de nuevo.
—Sé que te basta con pasar todo tu tiempo en compañía de Edward...
—También veo a Alice —le interrumpí. La hermana de Edward no tenía unas horas limitadas de visita, ya que iba y venía a su antojo. Charlie hacía lo que a ella le daba la gana.
—Es cierto —asintió—, pero tú también tienes otros amigos además de los Cullen, Bella. O al menos los tenías.
Nos miramos fijamente el uno al otro durante un largo intervalo de tiempo.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a Angela Weber? —me increpó.
—El viernes a la hora de comer —le contesté de forma instantanea.
Antes del regreso de Edward, mis amigos se habían dividido en dos grupos. A mí me gustaba pensar en ello en términos de los buenos contra los malos. También en plan de «nosotros» y «ellos». Los buenos eran Angela, su novio Ben Cheney y Mike Newton; Todos me habían perdonado generosamente por haber enloquecido después de la marcha de Edward. Lauren Mallory era el núcleo de los malos, de «ellos», y casi todos los demás, incluyendo mi primera amiga en Forks, Jessica Stanley, parecían felices de llevar al día su agenda anti-Bella.
La línea divisoria se había vuelto incluso más nítida una vez que Edward regresó al instituto, un retorno que se había cobrado su tributo en la amistad de Mike, aunque Angela continuaba inquebrantablemente leal y Ben seguía su estela.
A pesar de la aversión natural que la mayoría de los humanos sentía hacia los Cullen, Angela se sentaba de manera diligente al lado de Alice todos los días a la hora de comer. Después de unas cuantas semanas, Angela incluso parecía encontrarse cómoda allí. Era difícil no caer bajo el embrujo de los Cullen, una vez que alguien les daba la oportunidad de ser encantadores.
—¿Fuera del colegio? —me preguntó Charlie, atrayendo de nuevo mi atención.
—No he podido ver a nadie fuera del colegio, papá. Estoy castigada, ¿te acuerdas? Y Angela también tiene novio, siempre está con Ben. Si realmente llego a estar libre —añadí, acentuando mi escepticismo—, quizás podamos salir los cuatro.
—Vale, pero entonces... —dudó—. Jake y tú parecíais muy unidos, y ahora...
Le corté.
—¿Quieres ir al meollo de la cuestión, papá? ¿Cuál es tu condición, en realidad?
—No creo que debas deshacerte de todos tus amigos por tu novio, Bella —espetó con dureza—. No está bien y me da la impresión de que tu vida estaría mejor equilibrada si hubiera más gente en ella. Lo que ocurrió el pasado septiembre... —me estremecí—. Bien —continuó, a la defensiva—, aquello no habría sucedido si hubieras tenido una vida aparte de Edward Cullen.
—No fue exactamente así —murmuré.
—Quizá, a lo mejor no.
—¿Cuál es la condición? —le recordé.
—Que uses tu nueva libertad para verte también con otros amigos. Que mantengas el equilibrio.
Asentí con lentitud.
—El equilibrio es bueno, pero, entonces, ¿debo cubrir alguna cuota específica de tiempo con ellos?
Hizo una mueca, pero sacudió la cabeza.
—No quiero que esto se complique de modo innecesario. Simplemente, no olvides a tus amigos...
Éste era un dilema con el que yo ya había comenzado a luchar. Mis amigos. Gente a la que, por su propia seguridad, tendría que no volver a ver después de la graduación.
Así que, ¿cuál era el mejor curso de acción? ¿Pasar el tiempo con ellos mientras pudiera o comenzar ya la separación, para hacerla más gradual? Me echaba a temblar ante la segunda opción.
—...en especial, a Jacob —añadió Charlie antes de que mis pensamientos avanzaran más.
Y éste era un dilema mayor aún que el anterior. Me llevó unos momentos encontrar las palabras adecuadas.
—Jacob..., eso puede ser difícil.
—Los Black prácticamente son nuestra familia, Bella —dijo, severo y paternal a la vez—. Y Jacob ha sido muy, muy amigo tuyo.
—Ya lo sé.
—¿No le echas de menos ni un poco? —preguntó Charlie, frustrado.
Se me cerró la garganta de forma repentina; tuve que aclarármela un par de veces antes de contestar.
—Sí, claro que le echo de menos —admití, todavía con la vista baja—. Le echo mucho de menos.
—Entonces, ¿dónde está el problema?
Eso era algo que no le podía explicar. Iba contra las normas de la gente normal normal como Charlie o yo misma conocer el mundo clandestino lleno de criaturas míticas y monstruos que existían en secreto a nuestro alrededor. Yo sabía todo lo que había que saber sobre ese mundo, y ello me había causado no pocos problemas. No tenía la más mínima intención de poner a Charlie en el mismo brete.
—Con Jacob hay... un inconveniente —contesté lentamente—. Tiene que ver con el mismo concepto de amistad. Quiero decir... La amistad no parece ser suficiente para Jake —eludí los detalles ciertos, pero insignificantes, apenas trascendentes comparados con el hecho de que la manada de licántropos de Jacob odiaba fieramente a la familia de vampiros de Edward, y por extensión, a mí también, que estaba del todo decidida a pertenecer a ella. Esto no era algo que se pudiera tratar en una nota, y él no respondía a mis llamadas. Sin embargo, mi plan de verme con el hombre lobo en persona les había sentado fatal a los vampiros.
—¿Edward no está de acuerdo con un poco de sana competencia? —la voz de Charlie se había vuelto sarcástica ahora.
Le eché una mirada siniestra.
—No hay competencia de ningún tipo.
—Estás hiriendo los sentimientos de Jake al evitarle de este modo. Él preferiría que fuerais amigos mejor que nada.
—Ah, ¿soy yo la que le está rehuyendo? Estoy segura de que Jake no quiere que seamos amigos de ninguna manera —las palabras me quemaban la boca—. ¿De dónde te has sacado esa idea, entonces?
Charlie ahora parecía avergonzado.
—El asunto salió hoy a colación mientras hablaba con Billy...
—Billy y tú cotilleáis como abuelas —me quejé, enfadada, al tiempo que hundía el cuchillo en los espaguetis congelados de mi plato.
—Billy está preocupado por Jacob —contestó Charlie—. Jake lo está pasando bastante mal... Parece deprimido.
Hice un gesto de dolor, pero continué con los ojos fijos en el engrudo.
—Y antes, tú solías mostrarte tan feliz después de haber pasado el día con Jake... —suspiró Charlie.
—Soy feliz ahora —gruñí ferozmente entre dientes.
El contraste entre mis palabras y el tono de mi voz rompió la tensión. Charlie se echó a reír a carcajadas y yo me uní a él.
—Vale, vale —asentí—. Equilibrio.
—Y Jacob —insistió él.
—Lo intentaré.
—Bien. Encuentra ese equilibrio, Bella. Ah, y mira, tienes correo —dijo Charlie cerrando el asunto sin ninguna sutileza—. Está al lado de la cocina.
No me moví, pero mis pensamientos gruñían y se retorcían en torno al nombre de Jacob. Seguramente sería correo basura; había recibido un paquete de mi madre el día anterior y no esperaba nada más.
Charlie retiró su silla y se estiró cuando se puso en pie. Tomó su plato y lo llevó al fregadero, pero antes de abrir el grifo del agua para enjuagarlo, me trajo un grueso sobre. La carta se deslizó por la mesa y me golpeó el codo.
—Ah, gracias —murmuré, sorprendida por su actitud avasalladora. Entonces vi el remite; la carta venía de la Universidad del Sudeste de Alaska—. Qué rápidos. Creí que se me había pasado el plazo de entrega de ésta también.
Charlie rió entre dientes.
Le di la vuelta al sobre y luego levanté la vista hacia él.
—Está abierto.
—Tenía curiosidad.
—Me ha dejado atónita, sheriff. Eso es un crimen federal.
—Venga ya, léela.
Saqué la carta y un formulario doblado con los cursos.
—Felicidades —dijo antes de que pudiera ojearla—. Tu primera aceptación.
—Gracias, papá.
—Hemos de hablar de la matrícula. Tengo un poco de dinero ahorrado...
—Eh, eh, nada de eso. No voy a tocar el capital de tu retiro, papá. Tengo mi fondo universitario.
Bueno, al menos lo que quedaba de él, que no era mucho. Charlie torció el gesto.
—Esos sitios son bastante caros, Bella. Quiero ayudarte. No tienes que irte hasta Alaska, tan lejos, sólo porque sea más barato.
Pero no era más barato, precisamente. La cuestión es que estaba bastante lejos y Juneau tenía una media de trescientos veintiún días de cielo cubierto al año. El primero era un requerimiento mío; el segundo, de Edward.
—Ya lo tengo resuelto. Además, hay montones de ayudas financieras por ahí. Es fácil conseguir créditos.
Esperé que mi farol no fuera demasiado obvio. Lo cierto es que aún no había investigado el asunto en absoluto.
—Así que... —comenzó Charlie, y luego apretó los labios y miró hacia otro lado.
—Así que, ¿qué?
—Nada. Sólo que... —frunció el ceño—. Sólo me preguntaba... cuáles serían los planes de Edward para el año que viene.
—Oh.
—¿Y bien?
Me salvaron tres golpes rápidos en la puerta. Charlie puso los ojos en blanco y yo salté de la silla.
—¡Entra! —grité, mientras Charlie murmuraba algo parecido a «lárgate». Le ignoré y fui a recibir a Edward.
Abrí la puerta de un tirón, con una precipitación ridicula, y allí estaba él, mi milagro personal.
El tiempo no había conseguido inmunizarme contra la perfección de su rostro y estaba segura de que nunca sabría valorar lo suficiente todos sus aspectos. Mis ojos se deslizaron por sus pálidos rasgos: la dureza de su mandíbula cuadrada, la suave curva de sus labios carnosos, torcidos ahora en una sonrisa, la línea recta de su nariz, el ángulo agudo de sus pómulos, la suavidad marmórea de su frente, oscurecida en parte por un mechón enredado de pelo broncíneo, mojado por la lluvia...
Dejé sus ojos para lo último, sabiendo que perdería el hilo de mis pensamientos en cuanto me sumergiera en ellos. Eran grandes, cálidos, de un líquido color dorado, enmarcados por unas espesas pestañas negras. Asomarme a sus pupilas siempre me hacía sentir de un modo especial, como si mis huesos se volvieran esponjosos. También me noté ligeramente mareada, pero quizás eso se debió a que había olvidado seguir respirando. Otra vez.
Era un rostro por el que cualquier modelo del mundo hubiera entregado su alma; pero claro, sin duda ése sería precisamente el precio que habría de pagar: el alma.
No. No podía creer aquello. Me sentía culpable sólo por pensarlo y en ese momento me alegré de ser a menudo me sucedía la única persona cuyos pensamientos constituían un misterio para Edward.
Le tomé la mano y suspiré cuando sus dedos fríos se encontraron con los míos. Su tacto trajo consigo un extraño alivio, como si estuviera dolorida y el daño hubiera cesado de repente.
—Eh —sonreí un poco para compensarle de tan fría acogida. Él levantó nuestros dedos entrelazados para acariciar mi mejilla con el dorso de su mano.
—¿Qué tal te ha ido la tarde?
—Lenta.
—Sí, también para mí.
Alzó mi muñeca hasta su rostro, con nuestras manos aún unidas. Cerró los ojos mientras su nariz se deslizaba por la piel de mi mano, y sonrió dulcemente sin abrirlos. Como alguna vez había comentado, disfrutando del aroma, pero sin probar el vino.
Sabía que el olor de mi sangre, más dulce para él que el de ninguna otra persona, era realmente como si se le ofreciese vino en vez de agua a un alcohólico, y le causaba un dolor real por la sed ardiente que le provocaba; pero eso no parecía arredrarle ahora, como sí había ocurrido al principio. Apenas podía intuir el esfuerzo hercúleo que encubría ese gesto tan sencillo.
Me entristecía que se viera sometido a esta prueba tan dura. Me consolaba pensando que no le infligiría este dolor durante mucho más tiempo.
Oí acercarse a Charlie, haciendo ruido con las pisadas; era su forma habitual de expresar el desagrado que sentía hacia nuestro visitante. Los ojos de Edward se abrieron de golpe y dejó caer nuestras manos aunque las mantuvo unidas.
—Buenas tardes, Charlie —Edward se comportaba siempre con una educación sin mácula, pese a que papá no lo mereciera.
Mi padre le gruñó y después se quedó allí de pie, con los brazos cruzados en el pecho. Últimamente estaba llevando su idea de la supervisión paternal a extremos insospechados.
—He traído otro juego de formularios —me dijo Edward, enseñando un grueso sobre de papel manila en color crema. Llevaba un rollo de sellos como un anillo enroscado en su dedo meñique.
Gemí. Pero ¿es que quedaba aún alguna facultad que no me hubiera obligado a solicitar? ¿Y cómo es que conseguía encontrar todas esas lagunas legales en los plazos? El año estaba ya muy avanzado.
Sonrió como si realmente pudiera leer mis pensamientos, ya que éstos debían de mostrarse con igual claridad en mi rostro.
—Todavía nos quedan algunas fechas abiertas, y hay ciertos lugares que estarían encantados de hacer excepciones.
Podía imaginarme las motivaciones que habría detrás de tales excepciones. Y la cantidad de dólares involucrada, también.
Edward se echó a reír ante mi expresión.
—¿Vamos? —me preguntó mientras me empujaba hacia la mesa de la cocina.
Charlie se enfurruñó y nos siguió, aunque difícilmente podría quejarse de la actividad prevista en la agenda de aquella noche. Llevaba ya un montón de días fastidiándome para que tomara una decisión sobre la universidad.
Limpié rápidamente la mesa mientras Edward organizaba una pila impresionante de formularios. Enarcó una ceja cuando puse Cumbres borrascosas en la encimera. Sabía lo que estaba pensando, pero Charlie intervino antes de que pudiera hacer algún comentario.
—Hablando de solicitudes de universidades, muchacho —dijo con su tono más huraño; siempre intentaba evitar dirigirse a él directamente a Edward, pero cuando lo hacía, le empeoraba el humor—. Bella y yo estábamos hablando del próximo año. ¿Has decidido ya dónde vas a continuar los estudios?
Edward le sonrió y su voz fue amable.
—Todavía no. He recibido unas cuantas cartas de aceptación, pero aún estoy valorando mis opciones.
—¿Dónde te han aceptado? —presionó él.
—Syracuse... Harvard... Dartmouth... y acabo de recibir hoy la de la Universidad del Sudeste de Alaska.
Edward giró levemente el rostro hacia un lado para guiñarme un ojo. Yo sofoqué una risita.
—¿Harvard? ¿Dartmouth? —preguntó Charlie, incapaz de ocultar el asombro—. Vaya, eso está muy bien, pero que muy bien. Ya, pero la Universidad de Alaska... realmente no la tendrás en cuenta cuando puedes acceder a estas estupendas universidades. Quiero decir que tu padre no querrá que tú...
—A Carlisle siempre le parecen bien mis decisiones sean las que sean —le contestó él con serenidad.
—Humpf.
—¿Sabes qué, Edward? —pregunté con voz alegre, siguiéndole el juego.
—¿Qué, Bella?
Señalé el sobre grueso que descansaba encima de la encimera.
—¡Yo también acabo de recibir mi aceptación de la Universidad de Alaska!
—¡Felicidades! —esbozó una gran sonrisa—. ¡Qué coincidencia!
Charlie entornó los ojos y paseó la mirada del uno al otro.
—Estupendo —murmuró al cabo de un minuto—. Me voy a ver el partido, Bella. Recuerda, a las nueve y media.
Ese era siempre su comentario final.
—Esto..., papá, ¿recuerdas la conversación que acabamos de tener sobre mi libertad...?
El suspiró.
—De acuerdo. Vale, a las diez y media. El toque de queda continúa en vigor las noches en que haya instituto al día siguiente.
—¿Bella ya no está castigada? —preguntó Edward. Aunque yo sabía que él no estaba realmente sorprendido, no pude detectar ninguna nota falsa en el repentino entusiasmo de su voz.
—Con una condición —corrigió Charlie entre dientes—. ¿Y a ti qué más te da?
Le fruncí el ceño a mi padre, pero él no lo vio.
—Es bueno saberlo —repuso Edward—. Alice está deseando contar con una compañera para ir de compras y estoy seguro de que a Bella le encantará un poco de ambiente urbano —me sonrió.
Pero Charlie gruñó «¡no!», y su rostro se tornó púrpura.
—¡Papá! Pero ¿qué problema hay?
El hizo un esfuerzo para despegar los dientes.
—No quiero que vayas a Seattle por ahora.
—¿Eh?
—Ya te conté aquella historia del periódico. Hay alguna especie de pandilla matando a todo lo que se les pone por delante en Scattle y quiero que te mantengas lejos, ¿vale?
Puse los ojos en blanco.
—Papá, hay más probabilidades de que me caiga encima un rayo. Para un día que voy a estar en Seattle no me...
—De acuerdo, Charlie —intervino Edward, interrumpiéndome—. En realidad, no me refería a Seattle, sino a Portland. No la llevaría a Seattle de ningún modo. Desde luego que no.
Le miré incrédula, pero tenía el periódico de Charlie en las manos y leía la página principal con sumo interés.
Quizás estaba intentando apaciguar a mi padre. La idea de estar en peligro incluso entre los más mortíferos de los humanos en compañía de Alice o Edward era de lo más hilarante.
Funcionó. Charlie miró a Edward un instante más y después se encogió de hombros.
—De acuerdo.
Luego se marchó a zancadas hacia el salón, casi con prisa, quizá porque no quería estropear una salida teatral.
Esperé hasta que encendió la televisión, de modo que Charlie no pudiera oírme.
—Pero ¿qué...? —comencé a preguntar.
—Espera —dijo Edward, sin levantar la mirada del papel. Tenía los ojos aún pegados a la página cuando empujó el primer formulario en mi dirección—. Creo que puedes reciclar los otros escritos para éste. Tiene las mismas preguntas.
Quizá Charlie continuara a la escucha, por lo que suspiré y comencé a llenar la misma información de siempre: nombre, dirección, estado civil... Levanté los ojos después de unos minutos. Edward miraba a través de la ventana con gesto pensativo. Cuando volví a inclinar la cabeza sobre mi trabajo, me di cuenta de pronto del nombre de la facultad.
Resoplé y puse los papeles a un lado.
—¿Bella?
—Esto no es serio, Edward. ¿Dartmouth?
Edward cogió el formulario desechado y me lo puso delante otra vez con amabilidad.
—Creo que New Hampshire podría gustarte —comentó—. Hay un montón de cursos complementarios para mí por la noche y los bosques están apropiadamente cerca para un excursionista entusiasta, y llenos de fauna salvaje.
Compuso la sonrisa torcida que sabía que no podía resistir. Inspiré profundamente a través de la nariz.
—Te dejaré que me devuelvas el dinero, si eso te hace feliz —me prometió—. Si quieres, puedo hasta cargarte los intereses.
—Como si me fueran a admitir en alguna de esas universidades sin el pago de un tremendo soborno. ¿Entrará eso también como parte del préstamo? ¿La nueva ala Cullen de la biblioteca? Ag. ¿Por qué estamos teniendo otra vez esta discusión?
—Por favor, simplemente rellena el formulario, ¿vale, Bella? Hacer la solicitud no te causará ningún daño.
La mandíbula se me quedó floja.
—¿Cómo lo sabes? No pienso igual.
Alargué las manos para coger los papeles, pensando en arrugarlos de forma conveniente para tirarlos a la papelera, pero no estaban. Miré la mesa vacía un momento y después a Edward. No parecía que se hubiese movido, pero el formulario probablemente estaba ya guardado en su chaqueta.
—¿Qué estás haciendo? —requerí.
—Rubrico con tu firma casi mejor que tú, y ya has escrito los datos.
—Te estás pasando con esto, ¿sabes? —susurré, por si acaso Charlie no estaba totalmente concentrado en su partido—. No voy a escribir ninguna solicitud más. Me han aceptado en Alaska y casi puedo pagar la matrícula del primer semestre. Es una coartada tan buena como cualquier otra. No hay necesidad de tirar un montón de dinero, no importa cuánto sea.
Una expresión dolorida se extendió por su rostro.
—Bella...
—No empieces. Estoy de acuerdo en guardar las formas por el bien de Charlie, pero ambos sabemos que no voy a estar en condiciones de ir a la facultad el próximo otoño. Ni de estar en ningún lugar cerca de la gente.
Mi conocimiento sobre los primeros años de un vampiro era bastante superficial. Edward nunca se había explayado acerca de los detalles, ya que no era su tema favorito, pero me había hecho a la idea de que no era idílico precisamente. El autocontrol era, al parecer, una habilidad que se adquiría con el tiempo. Estaba fuera de cuestión cualquier otra relación que no fuera por correspondencia, a través del correo de la facultad.
—Creía que el momento todavía no estaba decidido —me recordó Edward con suavidad—. Puedes disfrutar de un semestre o dos de universidad. Hay un montón de experiencias humanas que aún no has vivido.
—Las tendré luego.
—Después ya no serán experiencias humanas. No hay una segunda oportunidad para ser humano, Bella.
Suspiré.
—Tienes que ser razonable respecto a la fecha, Edward. Es demasiado arriesgado para tomarlo a la ligera.
—Aún no hay ningún peligro —insistió él.
Le fulminé con la mirada. ¿No había peligro? Seguro. Sólo había una sádica vampiresa intentando vengar la muerte de su compañero con la mía, preferiblemente utilizando algún método lento y tortuoso. ¿A quién le preocupaba Victoria? Y claro, también estaban los Vulturis, la familia real de los vampiros con su pequeño ejército de guerreros, que insistían en que mi corazón dejara de latir un día u otro en un futuro cercano, sólo porque no estaba permitido que los humanos supieran de su existencia. Estupendo. No había ninguna razón para dejarse llevar por el pánico.
Incluso con Alice manteniendo la vigilancia Edward confiaba en sus imprecisas visiones del futuro para concedernos un aviso con tiempo era de locos correr el riesgo.
Además, ya había ganado antes esta discusión. La fecha para mi transformación, de forma provisional, se había situado para poco después de mi graduación en el instituto, apenas dentro de unas cuantas semanas.
Una fuerte punzada de malestar me atravesó el estómago cuando me di cuenta del poco tiempo que quedaba. Resultaba evidente lo necesario de estos cambios, sobre todo porque eran la clave para lo que yo quería más que nada en este mundo, pero era totalmente consciente de Charlie, sentado en la otra habitación, disfrutando de su partido, justo como cualquier otra noche. Y de mi madre Renée, allá lejos en la soleada Florida, que todavía me suplicaba que pasara el verano en la playa con ella y su nuevo marido. Y de Jacob que, a diferencia de mis padres, sí sabría con exactitud lo que estaría ocurriendo cuando yo desapareciera en alguna universidad lejana. Incluso aunque ellos no concibieran sospechas durante mucho tiempo, o yo pudiera evitar las visitas con excusas sobre lo caro de los viajes, mis obligaciones con los estudios o alguna enfermedad, Jacob sabría la verdad.
Durante un momento, la idea de la repulsión que inspiraría a Jacob se sobrepuso a cualquier otra pena.
—Belia —murmuró Edward, con el rostro convulso al leer la aflicción en el mío—, no hay prisa. No dejaré que nadie te haga daño. Puedes tomarte todo el tiempo que quieras.
—Quiero darme prisa —susurré, sonriendo débilmente, e intentando hacer un chiste—. Yo también deseo ser un monstruo.
Apretó los dientes y habló a través de ellos.
—No tienes idea de lo que estás diciendo.
De golpe, puso el periódico húmedo sobre la mesa, entre nosotros. Su dedo señaló el encabezamiento de la página principal.
SE ELEVA EL NÚMERO DE
VÍCTIMAS MORTALES, LA
POLICÍA TEME LA IMPLICACIÓN
DE BANDAS CRIMINALES
—¿Y qué tiene esto que ver con lo que estamos hablando?
—Los monstruos no son cosa de risa, Bella.
Miré el título otra vez, y después volví la mirada a su expresión endurecida.
—¿Es un... vampiro quien ha hecho esto? —murmuré.
Él sonrió sin un ápice de alegría. Su voz era ahora baja y fría.
—Te sorprenderías, Bella, de cuan a menudo los de mi especie somos el origen de los horrores que aparecen en tus noticias humanas. Son fáciles de reconocer cuando sabes dónde mirar. Esta información indica que un vampiro recién transformado anda suelto en Seattle. Sediento de sangre, salvaje y descontrolado, tal y como lo fuimos todos.
Refugié mi mirada en el periódico otra vez, evitando sus ojos.
—Hemos estado vigilando la situación desde hace unas semanas. Ahí están todos los signos, las desapariciones insólitas, siempre de noche, los pocos cadáveres recuperados, la falta de otras evidencias... Sí, un neófito. Y parece que nadie se está haciendo responsable de él —inspiró con fuerza—. Bien, no es nuestro problema. No podemos ni siquiera prestar atención a la situación hasta que no se nos acerque más a casa. Esto pasa siempre. La existencia de monstruos no deja de tener consecuencias monstruosas.
Intenté no fijarme en los nombres del periódico, pero resaltaban entre el resto de la letra impresa como si estuvieran en negrita. Cinco personas cuya vida había terminado y cuyas familias lloraban su muerte. Es diferente considerar el asesinato en abstracto que cuando tiene nombre y apellidos. Maureen Gardiner, Geoífrey Campbell, Grace Razi, Michelle O'Connell, Ronald Albrook. Gente que tenía padres, hijos, amigos, animales domésticos, trabajos, esperanzas, planes, recuerdos y un futuro...
—A mí no me sucederá lo mismo —murmuré, casi para mí misma—. Tú no dejarás que me comporte así. Viviremos en la Antártida.
Edward bufó, rompiendo la tensión.
—Pingüinos. Maravilloso.
Me eché a reír con una risa temblorosa y tiré el periódico fuera de la mesa, de modo que no tuviera que ver esos nombres; golpeó el linóleo con un ruido sordo. Sin duda, Edward habría tenido en cuenta las posibilidades de caza. Él y su familia «vegetariana» todos comprometidos con la protección de la vida humana preferían el sabor de los grandes predadores para satisfacer las necesidades de su dieta.
—Alaska, entonces, tal como habíamos planeado. Sólo que nos vendría mejor algo mucho más lejano que Juneau, algún sitio con osos en abundancia.
—Mejor —consintió él—. También hay osos polares. Son muy fieros. Y también abundan los lobos.
Se me quedó la boca abierta y expiré todo el aire de golpe, de forma violenta.
—¿Qué hay de malo? —me preguntó. Antes de que pudiera recuperarme, comprendió la confusión y todo su cuerpo pareció ponerse rígido—. Vaya, olvídate de los lobos, entonces, si la idea te repugna —su voz sonaba forzada, formal, y tenía los hombros rígidos.
—Era mi mejor amigo, Edward —susurré. Dolía usar el tiempo pasado—. Por supuesto que me desagrada la idea.
—Perdona mi falta de consideración —dijo, todavía de modo muy formal—. No debería haberlo sugerido.
—No te preocupes.
Me miré las manos, cerradas en dos puños sobre la mesa.
Nos sentamos en silencio durante un momento, y después su dedo frío se deslizó bajo mi barbilla, elevándome el rostro. Su expresión era ahora mucho más dulce.
—Lo siento. De verdad.
—Lo sé. Sé que no es lo mismo. No debería haber reaccionado de ese modo. Es sólo que..., bueno, estaba pensando justo en Jacob antes de que vinieras —dudé. Sus ojos leonados parecían oscurecerse un poco siempre que escuchaba el nombre de Jacob. Mi voz se tornó suplicante en respuesta—. Charlie dice que Jacob lo está pasando mal. Se siente muy dolido y... es por mi culpa.
—Tú no has hecho nada malo, Bella.
Tomé un largo trago de aire.
—He de hacer las cosas mejor, Edward. Se lo debo. Y de todos modos, es una de las condiciones de Charlie...
Su rostro cambió mientras hablaba, endureciéndose de nuevo, volviéndose como el de una estatua.
—Ya sabes que está fuera de discusión que andes con un licántropo sin protección, Bella. Y el tratado se rompería si alguno de nosotros atravesáramos sus tierras. ¿Quieres que empecemos una guerra?
—¡Claro que no!
—Pues entonces no hay necesidad de discutir más sobre esto —dejó caer la mano y miró hacia otro lado, buscando cambiar de tema. Sus ojos se pararon en algún lugar detrás de mí y sonrió, aunque continuaron precavidos—. Me alegra que Charlie te deje salir. Tienes realmente necesidad de hacerle una visita a la librería. No me puedo creer que te estés leyendo otra vez Cumbres borrascosas. Pero ¿es que no te lo sabes de memoria ya?
—No todos tenemos memoria fotográfica —le contesté, en tono cortés.
—Memoria fotográfica o no, me cuesta entender que te guste. Los personajes son gente horrible que se dedica a arruinar la vida de los demás. No comprendo cómo se ha terminado poniendo a Heathcliff y Cathy a la altura de parejas como Romeo y Julieta o Elizabeth Bennet y Darcy. No es una historia de amor, sino de odio.
—Tú tienes serios problemas con los clásicos —le repliqué.
—Quizás es porque no me impresiona la antigüedad de las cosas —sonrió, evidentemente satisfecho al pensar que había conseguido distraerme—. Pero de verdad, en serio, ¿por qué lo lees una y otra vez? —sus ojos se llenaron de vitalidad, encendidos por un súbito interés, intentando, otra vez, desentrañar la intrincada forma de trabajar de mi mente. Se inclinó a lo largo de la mesa para acunar mi rostro en su mano—. ¿Qué es lo que tiene que te interesa tanto?
Su sincera curiosidad me desarmó.
—No estoy segura —le contesté, luchando por mantener la coherencia mientras su mirada, de forma involuntaria, dispersaba mis pensamientos—. Creo que tiene que ver con el concepto de lo inevitable. El hecho de que nada puede separarlos, ni el egoísmo de ella, ni la maldad de él, o incluso la muerte, al final...
Su rostro se volvió pensativo mientras sopesaba mis palabras. después de un momento sonrió con ganas de burla.
—Sigo pensando que sería una historia mejor si alguno de ellos poseyera alguna cualidad que lo redimiese. Espero que tú tengas más sentido común que eso, que enamorarte de algo tan... maligno.
—Es un poco tarde para mí el ponerme a considerar de quién enamorarme —le señalé—, pero incluso sin necesidad de la advertencia, creo que me he apañado bastante bien.
Se rió en silencio.
—Me alegra que pienses eso.
—Bien, y yo espero que seas lo suficientemente listo para mantenerte lejos de alguien tan egoísta. Catherine es realmente el origen de todo el problema, no Heathcliff.
—-Estaré en guardia —me prometió.
Suspiré. Se le daba muy bien distraerme.
Puse mi mano sobre la suya para sostenerla contra mi rostro.
—Necesito ver a Jacob.
Cerró los ojos.
—No.
—En realidad, no es tan peligroso —le dije, en tono de súplica—. Solía pasarme antes el día en La Push, con todos ellos, y nunca me ocurrió nada.
Pero ahí cometí un desliz. La voz me falló al final cuando me di cuenta de que estaba diciendo una mentira. No era verdad que no hubiera pasado nada. Un recuerdo relampagueó en mi mente, el de un enorme lobo gris acuclillado para saltar, con sus dientes, afilados como dagas, dirigidos hacia mí..., y las palmas de mis manos comenzaron a sudar con el eco del pánico en mi memoria.
Edward oyó cómo se aceleraba mi corazón y asintió como si yo hubiera reconocido la mentira en voz alta.
—Los licántropos son inestables. Algunas veces, la gente que está cerca de ellos termina herida. Algunas otras veces, incluso muerta.
Quería negarlo, pero otra imagen detuvo mi refutación. Vi en mi mente de nuevo el que alguna vez fue el bello rostro de Emily Young, ahora marcado por un trío de cicatrices oscuras que arrancaban de la esquina de su ojo derecho y habían deformado su boca hasta convertirla para siempre en una mueca torcida.
El esperó, triunfante pero triste, a que yo recobrara la voz.
—No los conoces —murmuré.
—Los conozco mejor de lo que crees, Bella. Estuve aquí la última vez.
—¿La última vez?
—Llevamos cruzándonos con los hombres lobo desde hace setenta años. Nos acabábamos de establecer cerca de Hoquiam. Fue antes de que llegaran Alice y Jasper. Los sobrepasábamos en número, pero eso no los hubiera frenado a la hora de luchar si no hubiera sido por Carlisle. Se las compuso para convencer a Ephraim Black de que la coexistencia era posible y por ese motivo hicimos el pacto.
El nombre del tatarabuelo de Jacob me sorprendió.
—Creíamos que su linaje había muerto con Ephraim —susurró Edward, y sonaba casi como si estuviera hablando consigo mismo—, que la mutación genética que permitía la transformación había desaparecido con él —se interrumpió y me miró de forma acusadora—. Pero tu mala suerte parece que se acrecienta cada vez más. ¿Te das cuenta de que tu atracción insaciable por todo lo letal ha sido lo suficientemente fuerte como para hacer retornar de la extinción a una manada de cánidos mutantes? Desde luego, si pudiéramos embotellar tu mala fortuna, tendríamos entre manos un arma de destrucción masiva.
Pasé de sus ganas de tomarme el pelo, ya que me había llamado la atención su suposición: ¿lo decía en serio?
—Pero yo no les he hecho regresar, ¿no te das cuenta?
—¿Cuenta de qué?
—Mi pésima suerte no tiene nada que ver con eso. Los licántropos han regresado cuando lo han hecho los vampiros.
Kdward me clavó la mirada, con el cuerpo inmovilizado por la sorpresa.
—Jacob me dijo que la presencia de tu familia fue lo que precipitó todo. Pensé que estabas informado...
Entrecerró los ojos.
—¿Y eso es lo que piensan?
—Edward, atiende a los hechos. Vinisteis hace setenta años y aparecieron los licántropos; volvéis ahora y aparecen de nuevo. ¿No te das cuenta de que es más que una coincidencia?
Pestañeó y su mirada se relajó.
—Esa teoría le va a parecer a Carlisle muy interesante.
—Teoría —contesté con mala cara.
Se quedó en silencio un momento, mirando sin ver la lluvia, a través de la ventana. Supuse que estaría ponderando el hecho de que fuera la presencia de su familia la que estuviera convirtiendo a los locales en lobos gigantes.
—Interesante, aunque no cambia nada —murmuró tras un instante—. La situación continúa como está.
Traduje esto con bastante facilidad: nada de amigos licántropos.
Sabía que debía ser paciente con Edward. La cuestión no estaba en que fuera irrazonable, sino en que simplemente, no lo entendía. No tenía idea de cuánto era lo que le debía a Jacob Black, varias veces mi vida, y quizá también, mi cordura.
No quería hablar con nadie acerca de aquel tiempo yermo y estéril, y menos aún con él, que con su marcha sólo había intentado defenderme, salvar mi alma. No podía considerarle culpable por todas aquellas estupideces que yo había cometido en su ausencia, o del dolor que había sufrido.
Pero él sí.
Por ello tenía que poner mis ideas en palabras con muchísimo cuidado.
Me levanté y caminé alrededor de la mesa. Me abrió los brazos y yo me senté en el regazo de mi novio, acurrucándome dentro de su frío y pétreo abrazo. Le miré las manos mientras hablaba.
—Por favor, sólo escúchame un minuto. Esto es algo mucho más importante que el capricho de no querer desprenderse de un viejo amigo. Jacob está sufriendo —mi voz tembló al pronunciar la palabra—. No puedo dejar de ayudarle ahora, justo cuando me necesita, simplemente porque no es humano todo el tiempo. Estuvo a mi lado cuando yo me había convertido también en... algo no del todo humano. No te haces una idea de cómo fue... —dudé, porque los brazos de Edward se habían puesto rígidos a mi alrededor, con los puños cerrados y los tendones resaltando—. Si Jacob no me hubiera ayudado... No estoy segura de qué hubieras encontrado cuando volviste. Le debo mucho más de lo que crees, Edward.
Levanté el rostro con cautela para mirarle. Tenía los ojos cerrados y la mandíbula tensa.
—Nunca me perdonaré por haberte abandonado —susurró—, ni aunque viva cien mil años.
Presioné mi mano contra su rostro frío y esperé hasta que suspiró y abrió los ojos.
—Sólo pretendías hacer lo correcto. Y estoy segura de que habría funcionado con alguien menos chiflado que yo. Además, ahora estás aquí y eso es lo único que importa.
—Si no me hubiera ido no tendrías necesidad de arriesgar tu vida para consolar a un perro.
Me estremecí. Estaba acostumbrada a Jacob y sus comentarios despectivos chupasangre, sanguijuela, parásito , pero me sonó mucho más duro al oírlo en su voz aterciopelada.
—No sé cómo decirlo de forma adecuada —comentó Edward, y su tono era sombrío—. Supongo que incluso te sonará cruel, pero ya he estado muy cerca de perderte en el pasado. Ahora sé qué se siente en ese caso y no voy a tolerar que te expongas a ninguna clase de peligro.
—Tienes que confiar en mí en este asunto. Estaré bien.
El dolor volvió a aflorar en su rostro.
—Por favor, Bella —murmuró.
Fijé la mirada en sus ojos dorados, repentinamente llenos de fuego.
—¿Por favor, qué?
—Por favor, hazlo por mí. Por favor, haz un esfuerzo consciente por mantenerte a salvo. Yo hago todo lo que puedo, pero apreciaría un poco de ayuda.
—Me lo tomaré en serio —contesté en voz baja.
—¿Es que realmente no te das cuenta de lo importante que eres para mí? ¿Tienes alguna idea de cuánto te quiero?
Me apretó más fuerte contra su pecho duro acomodando mi cabeza bajo su barbilla. Presioné los labios contra su cuello frío como la nieve.
—Lo que sí sé es cuánto te quiero yo —repuse.
—Eso es comparar un árbol con todo un bosque.
Puse los ojos en blanco, pero él no pudo verme.
—Imposible.
Me besó la parte superior de la cabeza y suspiró.
—Nada de hombres lobo.
—No voy a pasar por eso. Tengo que ver a Jacob.
—Entonces tendré que detenerte.
Sonaba completamente confiado en que no sería un problema para él.
Yo estaba convencida de que llevaba razón.
—Bueno, eso ya lo veremos —faroleé de todos modos—. Todavía es mi amigo.
Sentía la nota de Jacob en mi bolsillo, como si de pronto pesara tres kilos. Podía oír sus palabras con su propia voz y parecía estar de acuerdo con Edward, algo que no iba a pasar nunca en la realidad.
«Eso no cambia nada. Lo siento».

Evasión

Era extraño, pero me sentía optimista mientras caminaba desde la clase de Español a la cafetería, y no se debía sólo a que fuese cogida de la mano del ser más perfecto del planeta, aunque sin duda, esto también contaba.
Quizá se debía a que mi sentencia se había cumplido y volvía a ser una mujer libre otra vez.
O quizá no tenía que ver del todo conmigo. Más bien podía ser la atmósfera de libertad que se respiraba en todo el campus. Al instituto se le estaba acabando la cuerda, y en concreto para los veteranos, había una evidente emoción en el aire.
Teníamos la libertad tan cerca que casi podíamos tocarla, degustarla. Había signos por todas partes. Los pósters se apelotonaban en las paredes de la cafetería y las papeleras mostraban un colorido despliegue de folletos que rebosaban los bordes: notas para recordar comprar el anuario y tarjetas de graduación; plazos para encargar togas, sombreros y borlas; pliegos de argumentos en papel fluorescente de los de tercero haciendo campaña para delegados de clase; ominosos anuncios adornados con rosas para el baile de fin de curso de ese año. El gran baile era el fin de semana siguiente, pero le había hecho prometer a Edward firmemente que no me haría pasar por aquello otra vez. Después de todo, yo ya había tenido esa experiencia humana.
No, seguramente lo que me hacía sentirme tan ligera era mi reciente libertad personal. El final del curso no me resultaba tan placentero como parecía serlo para el resto de los estudiantes. En realidad, me ponía al borde de las náuseas cuando pensaba en ello. De todos modos, intentaba no hacerlo.
Pero era difícil escapar a un tema tan de actualidad como la graduación.
—¿Habéis enviado ya vuestras tarjetas? —preguntó Angela cuando Edward y yo nos sentamos en nuestra mesa. Se había recogido el cabello marrón claro en una improvisada coleta en vez de su habitual peinado liso, y había un brillo casi desquiciado en sus ojos.
Alice y Ben estaban allí ya también, uno a cada lado de Angela. Ben estaba concentrado leyendo un cómic, con las gafas deslizándosele por la pequeña nariz. Alice escudriñó mi soso conjunto de téjanos y camiseta de manera que me hizo sentir cohibida. Probablemente estaba urdiendo ya otro cambio de imagen. Suspiré. Mi actitud indiferente ante la moda era una espina constante en su costado. Si la dejara, me vestiría a diario puede que hasta varias veces al día como si fuera una muñeca de papel en tres dimensiones y tamaño gigante.
—No —le contesté a Angela—. No hay necesidad, la verdad. Renée ya sabe que me gradúo. ¿Y a quién más se lo voy a decir?
—¿Y tú qué, Alice?
Ella sonrió.
—Ya está todo controlado.
—Qué suerte —suspiró Angela—. Mi madre tiene primos a miles y espera que las manuscriba una por una. Me voy a quedar sin mano. No puedo retrasarlo más y sólo de pensarlo...
—Yo te ayudaré —me ofrecí—. Si no te importa mi mala caligrafía.
Seguro que a Charlie le gustaría esto. Vi sonreír a Edward por el rabillo del ojo. También a él le gustaba la idea, seguro, de que yo cumpliera las condiciones de Charlie sin implicar a ningún hombre lobo. Angela parecía aliviada.
—Eres un encanto. Me pasaré por tu casa cuando quieras.
—La verdad es que preferiría pasarme por la tuya si te va bien. Estoy harta de estar en la mía. Charlie me levantó el castigo anoche —sonreí ampliamente mientras anunciaba las buenas noticias.
—¿De verdad? —me preguntó Angela, con sus siempre amables ojos castaños iluminados por una dulce excitación—. Creía que habías dicho que era para toda la vida.
—Me sorprende aún más que a ti. Estaba segura de que, al menos, tendría que terminar el instituto antes de que me liberara.
—¡Vaya, eso es estupendo, Bella! Hemos de salir por ahí para celebrarlo.
—No te puedes hacer idea de lo bien que me suena eso.
—¿Y qué podríamos hacer? —caviló Alice, con su rostro iluminándose ante las distintas posibilidades. Las ideas de Alice generalmente eran demasiado grandiosas para mí y leí en sus ojos justo eso, cómo entraba en acción su tendencia a llevar las cosas demasiado lejos.
—Sea lo que sea lo que estés pensando, Alice, dudo que pueda disfrutar de tanta libertad.
—Si estás libre, lo estás, ¿no? —insistió ella.
—Estoy segura de que aun así hay límites, como por ejemplo, las fronteras de los Estados Unidos.
Angela y Ben se echaron a reír, pero Alice hizo una mueca, realmente disgustada.
—Y entonces, ¿qué vamos a hacer esta noche? —insistió de nuevo.
—Nada. Mira, vamos a darle un par de días hasta que comprobemos que no va de guasa. Además, de todas formas, estamos entre semana.
—Entonces, lo celebraremos este fin de semana —el entusiasmo de Alice era incontenible.
—Seguro —repuse, pensando aplacarla con eso. Yo sabía que no iba a hacer nada demasiado descabellado; resultaba más fiable tomarse las cosas con calma con Charlie. Darle la oportunidad de apreciar lo madura y digna de confianza que me había vuelto antes de pedirle ningún favor.
Angela y Alice empezaron a charlar evaluando las distintas posibilidades; Ben se unió a la conversación, apartando sus tebeos a un lado. Mi atención se dispersó. Me sorprendía darme cuenta de que el tema de mi libertad de pronto no me parecía, tan gratificante como se me antojaba hacía sólo unos minutos. Cuando empezaron a discutir sobre qué cosas podíamos hacer en Port Angeles o quizás en Hoquiam, empecé a sentirme contrariada.
No me llevó mucho tiempo descubrir de dónde procedía mi agitación.
Desde que me despedí de Jacob Black en el bosque contiguo a mi casa, me veía agobiada por la invasión persistente e incómoda de una imagen mental concreta. Se introducía en mis pensamientos de vez en cuando, como la irritante alarma de un reloj programado para sonar cada media hora, llenándome la cabeza con la imagen de Jacob contraída por la pena. Éste era el último recuerdo que tenía de él.
Cuando la molesta visión me invadió otra vez, supe exactamente por qué no me sentía satisfecha con mi libertad. Porque era incompleta.
Sí, desde luego, yo podía ir a cualquier sitio que quisiera, excepto a La Push, para ver a Jacob. Le fruncí el ceño a la mesa. Tenía que haber algún tipo de terreno intermedio.
—¿Alice? ¡Alice!
La voz de Angela me sacó de mi ensueño. Sacudía enérgicamente mi mano frente al rostro de Alice, inexpresivo y con la mirada en trance. Alice tenía esa expresión que yo conocía tan bien, una expresión capaz de enviar un ramalazo de pánico a través de mi cuerpo. La mirada ausente de sus ojos me dijo que estaba viendo algo muy distinto, pero tanto o más real que la escena mundana que se desarrollaba en el comedor que nos rodeaba. Algo que estaba por venir, algo que ocurriría pronto. Sentí cómo la sangre abandonaba mi rostro.
Entonces Edward rió, un sonido relajado, muy natural. Angela y Ben se volvieron para mirarle, pero mis ojos estaban trabados en Alice, que se sobresaltó de pronto, como si alguien le hubiera dado una patada por debajo de la mesa.
—¿Qué, te has echado un siestecita, Alice? —se burló Edward.
Alice volvió en sí misma.
—Lo siento, supongo que me he adormilado.
—Echarse un sueñecito es mejor que enfrentarse a dos horas más de clase —comentó Ben.
Alice se sumergió de nuevo en la conversación mucho más animada que antes, tal vez en exceso; entonces, vi cómo sus ojos se clavaban en los de Edward, sólo por un momento, y cómo después volvían a fijarse en Angela antes de que nadie se diera cuenta. Edward parecía tranquilo mientras jugueteaba absorto con uno de los mechones de mi pelo.
Esperé con ansiedad la oportunidad de preguntarle en qué consistía la visión de su hermana, pero la tarde transcurrió sin que estuviéramos ni un minuto a solas...
...lo cual me pareció raro, casi se me antojó deliberado. Tras el almuerzo, Edward acomodó su paso al de Ben para hablar de unos deberes que yo sabía que ya había terminado. Después, siempre nos encontrábamos con alguien entre clases, aunque lo normal hubiera sido que hubiéramos tenido unos minutos para nosotros, como solía ocurrir. Cuando sonó el último timbre, Edward eligió entablar conversación con Mike Newton, de entre todos los que se encontraban por allí, acompasando su paso al de Mike mientras éste se dirigía al aparcamiento. Yo les seguía, dejando que él me remolcase.
Escuché, llena de confusión, cómo Mike contestaba las inusualmente amables preguntas de Edward. Al parecer, Mike había tenido problemas con su coche.
—...así que lo único que hice fue cambiarle la batería —decía en este momento. Sus ojos iban y venían con cautela y rapidez del rostro de Edward al suelo. El pobre Mike estaba tan desconcertado como yo.
—¿Y no serán quizá los cables? —sugirió Edward.
—Podría ser. La verdad es que no tengo ni idea de coches —admitió Mike—. Necesito que alguien le eche una ojeada, pero no me puedo permitir llevarlo a Dowling.
Abrí la boca para sugerir a mi mecánico, pero la cerré de un golpe. Mi mecánico estaba muy ocupado esos días, andando por ahí en forma de lobo gigante.
—Yo sí tengo alguna idea. Puedo echarle una ojeada, si quieres —le ofreció Edward—. En cuanto deje a Alice y Bella en casa.
Mike y yo miramos a Edward con la boca abierta.
—Eh... gracias —murmuró Mike cuando se recobró—. Pero me tengo que ir a trabajar. A lo mejor algún otro día.
—Cuando quieras.
—Nos vemos —Mike se subió a su coche, sacudiendo la cabeza incrédulo.
El Volvo de Edward, con Alice ya dentro, estaba sólo a dos coches del de Mike.
—¿De qué va todo esto? —barboté mientras Edward me abría la puerta del copiloto.
—Sólo intentaba ayudarle —repuso Edward.
Y en ese momento, Alice, que esperaba en el asiento de atrás, comenzó a balbucear a toda velocidad.
—Realmente no eres tan buen mecánico, Edward. Sería mejor que permitieras a Rosalie echarle una ojeada esta noche, por si quieres quedar bien con Mike; no vaya a darle por pedirte ayuda, ya sabes. Aunque lo que estaría divertido de verdad sería verle la cara si fuera Rosalie la que se ofreciera... Bueno, tal vez no sería muy buena idea, teniendo en cuenta que se supone que está al otro lado del país, en la universidad. Cierto, sería una mala idea. De todas formas, supongo que podrás apañarte con el coche de Mike. total, lo único que te viene grande es la puesta a punto de un buen coche deportivo italiano, requiere más finura. Y hablando de Italia y de los deportivos que robé allí, todavía me debes un Porsche .amarillo. Y no sé si quiero esperar hasta Navidades para tenerlo...
Después de un minuto, dejé de escucharla, dejando que su voz rápida se convirtiera sólo en un zumbido de fondo mientras me armaba de paciencia.
Me daba la impresión de que Edward estaba intentando evitar mis preguntas. Estupendo. De todos modos, pronto estaríamos a solas. Nada más era cuestión de tiempo.
También él parecía estar dándose cuenta del asunto. Dejó a Alice al comienzo del acceso a la finca de los Cullen, aunque llegados a este punto, casi creí que la iba a llevar hasta la puerta y luego a acompañarla dentro.
Cuando salió, Alice le dirigió una mirada perspicaz. Edward parecía completamente relajado.
—Luego nos vemos —le dijo; y después, aunque de forma muy ligera, asintió.
Alice se volvió y desapareció entre los árboles.
Estaba tranquilo cuando le dio la vuelta al coche y se encaminó hacia Forks. Yo esperé, preguntándome si sacaría el tema por sí mismo. No lo hizo, y eso me puso tensa. ¿Qué era lo que había visto Alice a la hora del almuerzo? Algo que no deseaba contarme, así que intenté pensar en un motivo por el que le gustaría mantener el secreto. Quizá sería mejor prepararme antes de preguntar. No quería perder los nervios y hacerle pensar que no podía manejarlo, fuera lo que fuera.
Así que continuamos en silencio hasta que llegamos a la parte trasera de la casa de Charlie.
—Esta noche no tienes muchos deberes —comentó él.
—Aja —asentí.
—¿Crees que me permitirá entrar otra vez?
—No le ha dado ninguna pataleta cuando has venido a buscarme para ir al instituto.
Sin embargo, estaba segura de que Charlie se iba a poner de malas bien rápido en el momento en que llegara a casa y se encontrara con Edward allí. Quizá sería buena idea que preparara algo muy especial para la cena.
Una vez dentro, me encaminé hacia las escaleras seguida por Edward. Se recostó sobre mi cama, y miró sin ver por la ventana, completamente ajeno a mi nerviosismo.
Guardé mi bolso y encendí el ordenador. Tenía pendiente un correo electrónico de mi madre y a ella le daba un ataque de pánico cuando tardaba mucho en contestarle. Tabaleé con los dedos sobre la mesa, mientras esperaba a que mi decrépito ordenador comenzara a encenderse resollando; golpeaba el tablero de forma entrecortada, mostrando mi ansiedad.
De pronto, sentí sus dedos sobre los míos, manteniéndolos quietos.
—Parece que estás algo nerviosa hoy, ¿no? —murmuró.
Levanté la mirada, intentando soltar una contestación sarcástica, pero su rostro estaba más cerca de lo que esperaba. Sus ojos pendían apasionados a pocos centímetros de los míos, y notaba su aliento frío contra mis labios abiertos. Podía sentir su sabor en mi lengua.
Ya no podía acordarme de la respuesta ingeniosa que había estado a punto de soltarle. Ni siquiera podía recordar mi nombre.
No me dio siquiera la oportunidad de recuperarme.
Si fuera por mí, me pasaría la mayor parte del tiempo besando a Edward. No había nada que yo hubiera experimentado en mi vida comparable a la sensación que me producían sus fríos labios, Eran duros como el mármol, pero siempre tan dulces al deslizarse sobre los míos.
Por lo general, no solía salirme con la mía.
Así que me sorprendió un poco cuando sus dedos se entrelazaron dentro de mi pelo, sujetando mi rostro contra el suyo. Tenía los brazos firmemente asidos a su cuello y hubiera deseado ser más fuerte para asegurarme de que podría mantenerlo prisionero así para siempre. Una de sus manos se deslizó por mi espalda, presionándome contra su pecho pétreo con mayor fuerza aún. A pesar de su jersey, su piel era tan fría que me hizo temblar, aunque más bien era un estremecimiento de placer, de felicidad, razón por la cual sus manos me soltaron.
Ya sabía que tenía aproximadamente tres segundos antes de que suspirara y me apartara con destreza, diciendo que había arriesgado ya mi vida lo suficiente para una tarde. Intenté aprovechar al máximo mis últimos segundos y me aplasté contra él, amoldándome a la forma de su cuerpo. Reseguí la forma de su labio inferior con la punta de la lengua; era tan perfecto y suave como si estuviera pulido y el sabor...
Apartó mi cara de la suya, rompiendo mi fiero abrazo con facilidad, probablemente, sin darse cuenta siquiera de que yo estaba empleando toda mi fuerza.
Se rió entre dientes una vez, con un sonido bajo y ronco. Tenía los ojos brillantes de excitación, esa fogosidad que era capaz de disciplinar con tanta rigidez.
—Ay, Bella —suspiró.
—Se supone que tendría que arrepentirme, pero no voy a hacerlo.
—Y a mí tendría que sentarme mal que no estuvieras arrepentida, pero tampoco puedo. Quizá sea mejor que vaya a sentarme a la cama.
Espiré, algo mareada.
—Si lo crees necesario...
El esbozó esa típica sonrisa torcida y se zafó de mi abrazo.
Sacudí la cabeza unas cuantas veces, intentando aclararme y me volví al ordenador. Se había calentado y ya había empezado a zumbar; bueno, más que zumbar, parecía que gruñía.
—Mándale recuerdos de mi parte a Renée.
—Sin problema.
Leí con rapidez el correo de Renée, sacudiendo la cabeza aquí y allá ante algunas de las chifladuras que había cometido. Estaba tan divertida como horrorizada, exactamente igual que cuando leí su primer correo. Era muy propio de mi madre olvidarse de lo mucho que le aterrorizaban las alturas hasta verse firmemente atada a un paracaídas y a un instructor de vuelo. Estaba un poco enfadada con Phil, con el que llevaba casada ya casi dos años, por permitirle esto. Yo habría cuidado mejor de ella, aunque sólo fuera porque la conocía mucho mejor.
Me recordé a mí misma que había que dejarles seguir su camino, darles su tiempo. Tienes que permitirles vivir su vida...
Habia pasado la mayor parte de mis años cuidando de Renée, intentando con paciencia disuadirla de sus planes más alocados, suportando con una sonrisa aquellos que no conseguía evitar. Siempre había sido comprensiva con mamá porque me divertía, e incluso había llegado a ser un poquito condescendiente con ella.Observaba sus muchos errores y me reía en mi fuero interno. La loca de Renée.
No me parecía en nada a mi madre. Más bien era introspectiva y cautelosa, una chica responsable y madura. Al menos así era como me veía a mí misma, ésa era la persona que yo conocía.
Con la sangre aún revuelta corriéndome por el cerebro por los besos de Edward, no podía evitar pensar en el más perdurable de los errores de mi madre. Tan tonta y romántica como para calarse apenas salida del instituto con un hombre al que no conocía apenas, y poco después, un año más tarde, trayéndome a mí al mundo. Ella siempre me aseguraba que no se había arrepentido en absoluto, que yo era el mejor regalo que la vida le había dado jamás. Y a pesar de todo, no paraba de insistirme una y otra vez cu que la gente lista se toma el matrimonio en serio. Que la gente madura va a la facultad y termina una carrera antes de implicarse profundamente en una relación. Renée sabía que yo no sería tan irreflexiva, atontada y cateta como ella había sido...
Apreté los dientes y me concentré en contestar su mensaje.
Volví a leer su despedida y recordé entonces por qué no había querido responderle antes.
«No me has contado nada de Jacob desde hace bastante tiempo —había escrito—. ¿Por dónde anda ahora?».
Seguro que Charlie le había insinuado algo.
Suspiré y tecleé con rapidez, situando la respuesta a su pregunta entre dos párrafos menos conflictivos.
Supongo que Jacob está bien. Hace mucho que no le veo; ahora suele pasarse la mayor parte del tiempo con su pandilla de amigos de La Push.
Con una sonrisa irónica para mis adentros, añadí el saludo de Edward e hice clic en la pestaña de «Enviar».
No me había dado cuenta de que él estaba de pie y en silencio detrás de mí hasta que apagué el ordenador y me aparté de la mesa. Iba a empezar a regañarle por haber estado leyendo sobre mi hombro, cuando me percaté de que no me prestaba atención. Estaba examinando una aplastada caja negra de la que sobresalían por una de sus esquinas varios alambres retorcidos, de un modo que no parecía favorecer mucho su buen funcionamiento, fuera lo que fuera. Después de un instante, reconocí el estéreo para el coche que Emmett, Rosalie y Jasper me habían regalado en mi último cumpleaños. Se me habían olvidado esos regalos, que se escondían tras una creciente capa de polvo en el suelo de mi armario.
—¿Qué fue lo que le hiciste? —preguntó, con la voz cargada de horror.
—No quería salir del salpicadero.
—¿Y por eso tuviste que torturarlo?
—Ya sabes lo mal que se me dan los cacharros. No le hice daño a conciencia.
Sacudió la cabeza, con el rostro oculto bajo una máscara de falsa tragedia.
—¡Lo asesinaste!
Me encogí de hombros.
—Si tú lo dices...
—Herirás sus sentimientos si llegan a verlo algún día —continuó—. Quizá haya sido una buena idea que no hayas podido salir de casa en todo este tiempo. He de reemplazarlo por otro antes de que se den cuenta.
—Gracias, pero no me hace falta un chisme tan pijo.
—No es por ti por lo que voy a instalar uno nuevo.
Suspiré.
—No es que disfrutaras mucho de tus regalos el año pasado —dijo con voz contrariada. De pronto, empezó a abanicarse con un rectángulo de papel rígido.
No contesté, temiendo que me temblara la voz. No me gustaba recordar mi desastroso dieciocho cumpleaños, con todas sus consecuencias a largo plazo, y me sorprendía que lo sacara a colación. Para él, era un tema incluso más delicado que para mí.
—¿Te das cuenta de que están a punto de caducar? —me preguntó, enseñándome el papel que tenía en las manos. Era otro de los regalos, el vale para billetes de avión que Esme y Carlisle me habían regalado para que pudiera visitar a Renée en Florida.
Hice una inspiración profunda y le contesté con voz indiferente.
—No. La verdad es que me había olvidado de ellos por completo.
Su expresión mostraba un aspecto cuidadosamente alegre y positivo. No había en ella ninguna señal de emoción de ningún tipo cuando continuó.
—Bueno, todavía queda algo de tiempo. Ya que te han liberado y no tenemos planes para este fin de semana, porque no quieres que vayamos al baile de graduación... —sonrió abiertamente—, ¿por qué no celebramos de este modo tu libertad?
Tragué aire, sorprendida.
—¿Yendo a Florida?
—Dijiste algo respecto a que tenías permiso para moverte dentro del territorio de EEUU.
Le miré fijamente, con suspicacia, intentando ver adonde quería ir a parar.
—¿Y bien? —insistió—. ¿Nos vamos a ver a Renée o no?
—Charlie no me dejará jamás.
—No puede impedirte visitar a tu madre. Es ella quien tiene la custodia.
—Nadie tiene mi custodia. Ya soy adulta.
Su sonrisa relampagueó brillante.
—Exactamente.
Lo pensé durante un minuto antes de decidir que no valía la pena luchar por esto. Charlie se pondría furioso, no porque fuera a ver a Renée, sino porque Edward me acompañara. Charlie no me hablaría durante meses y probablemente terminaría encerrada otra vez. Era mucho más inteligente no intentarlo siquiera. Quizá dentro de varias semanas, en plan de regalo de graduación o algo así.
Pero la idea de volver a ver a mi madre ahora, y no dentro de unas semanas, era difícil de resistir. Había pasado mucho tiempo desde que la había visto, y mucho más aún desde que la había visto en una situación agradable. La última vez que había estado con ella en Phoenix, me había pasado todo el tiempo en una cama de hospital. Y la última vez que ella me había visitado yo estaba más o menos catatónica. No eran precisamente los mejores recuerdos míos que le podía dejar.
Y a lo mejor, si veía lo feliz que era con Edward, le diría a mi padre que se lo tomara con algo más de calma.
Edward inspeccionó mi rostro mientras deliberaba.
Suspiré.
—No podemos ir este fin de semana.
—¿Por qué no?
—No quiero tener otra pelea con Charlie. No tan pronto después de que me haya perdonado.
Alzó las cejas a la vez.
—Este fin de semana me parece perfecto —susurró.
Yo sacudí la cabeza.
—En otra ocasión.
—Tú no has sido la única que ha pasado todo este tiempo atrapada en esta casa, ¿sabes? —me frunció el ceño.
La sospecha volvió. No solía comportarse de ese modo. El nunca se ponía tan testarudo ni tan egoísta. Sabía que andaba detrás de algo.
—Tú puedes irte donde quieras —le señalé.
—El mundo exterior no me apetece sin ti —puse los ojos en blanco ante la evidente exageración—. Estoy hablando en serio insistió él.
—Pues vamos a tomarnos el mundo exterior poco a poco, ¿vale? Por ejemplo, podemos empezar yéndonos a Port Angeles a ver una película...
Él gruñó.
—No importa. Ya hablaremos del asunto más tarde.
—No hay nada de qué hablar.
Se encogió de hombros.
—Así que vale, tema nuevo —seguí yo. Casi se me había olvidado lo que me preocupaba desde el almuerzo. ¿Había sido ésa su intención?—. ¿Qué fue lo que Alice vio esta mañana?
Mantuve la mirada fija en su rostro mientras hablaba, midiendo su reacción.
Su expresión apenas se alteró; sólo se aceraron ligeramente los ojos de color topacio.
—Vio a Jasper en un lugar extraño, en algún lugar del sudoeste, cree ella, cerca de su... antigua familia, pero él no tenía intenciones conscientes de regresar —suspiró—. Eso la tiene preocupada.
—Oh —aquello no era lo que yo esperaba, para nada, pero claro, tenía sentido que Alice estuviera vigilando el futuro de Jasper. Era su compañero del alma, su auténtica media naranja..., aunque su relación no iba ni la mitad de bien que la de Emmett y Ro-salie—. ¿Y par qué no me lo has dicho antes?
—No era consciente de que te hubieras dado cuenta —contestó—. De cualquier modo, tiene poca importancia.
Advertí con tristeza que mi imaginación estaba en ese momento fuera de control. Había tomado una tarde perfectamente normal y la había retorcido hasta que pareciera que Edward estaba empeñado en ocultarme algo. Necesitaba terapia.
Bajamos las escaleras para hacer nuestras tareas, sólo por si acaso Charlie regresaba temprano. Edward acabó en pocos minutos, y a mí me costó un esfuerzo enorme hacer los de cálculo, hasta que decidí que había llegado el momento de preparar la cena de mi padre. Edward me ayudó, poniendo caras raras ante los alimentos crudos, ya que la comida humana le resultaba repulsiva. Hice filete Stroganoff con la receta de mi abuela paterna, porque quería hacerle la pelota. No era una de mis favoritas, pero seguro que a Charlie le iba a gustar...
Llegó a casa de buen humor. Incluso prescindió de su rutina de mostrarse grosero con Edward.
Éste no quiso acompañarnos a la mesa, tal y como acostumbraba. Se oyó el sonido de las noticias del telediario nocturno desde el salón, aunque yo dudaba de que Edward les prestara atención de verdad.
Después de meterse entre pecho y espalda tres raciones, Charlie puso los pies sobre una silla desocupada y se palmeó satisfecho el estómago hinchado.
—Esto ha estado genial, Bella.
—Me alegro de que te haya gustado. ¿Qué tal el trabajo?
Había estado tan concentrado comiendo que no me había sido posible empezar antes la conversación.
—Bastante tranquilo. Bueno, en realidad, casi muerto de tranquilo. Mark y yo hemos estado jugando a las cartas buena parte de la larde —admitió con una sonrisa—. Le gané, diecinueve manos a siete. Y luego estuve hablando un rato por teléfono con Billy.
Intenté no variar mi expresión.
—¿Qué tal está?
—Bien, bien. Le molestan un poco las articulaciones.
—Oh. Qué faena.
—Así es. Nos ha invitado a visitarle este fin de semana. También había pensado en invitar a los Clearwater y a los Uley. Una especie de fiesta de finales...
—Aja —ésa fue mi genial respuesta, pero, ¿qué otra cosa iba decir? Sabía que no se me permitiría asistir a una fiesta de licántropos, aun con vigilancia parental. Me pregunté si a Edward le preocuparía que Charlie se diera una vuelta por La Push. O quizá supondría que, como mi padre iba a pasar la mayor parte del tiempo con Billy, que era sólo humano, no estaría en peligro.
Me levanté y apilé los platos sin mirarle. Los coloqué en el seno y abrí el agua. Edward apareció silenciosamente y tomó un paño para secar.
Charlie suspiró y dejó el tema por el momento, aunque me imaginé que lo volvería a sacar de nuevo cuando estuviéramos a solas. Se levantó con esfuerzo y se dirigió camino de la televisión, exactamente igual que cualquier otra noche.
—Charlie —le apeló Edward, en tono de conversación.
Charlie se paró en mitad de la pequeña cocina.
—¿Sí?
—¿Te ha dicho Bella que mis padres le regalaron por su cumpleaños unos billetes de avión, para que pudiera ir a ver a Renée?
Se me cayó el plato que estaba fregando. Saltó de la encimera y se estampó ruidosamente contra el suelo. No se rompió, pero roció toda la habitación, y a nosotros tres, de agua jabonosa. Charlie ni siquiera pareció darse cuenta.
—¿Bella? —preguntó con asombro en la voz.
Mantuve los ojos fijos en el plato mientras lo recogía.
—Ah, si, es verdad.
Charlie tragó saliva ruidosamente y entonces sus ojos se entrecerraron y se volvieron hacia Edward.
—No, jamás lo mencionó.
—Ya —murmuró Edward.
—¿Hay alguna razón por la que hayas sacado el tema ahora? —preguntó Charlie con voz dura.
Edward se encogió de hombros.
—Están a punto de caducar. Creo que Esme podría sentirse herida si Bella no hace uso de su regalo..., aunque ella no ha dicho nada del tema.
Miré a Edward, incrédula.
Charlie pensó durante un minuto.
—Probablemente sea una buena idea que vayas a visitar a tu madre, Bella. A ella le va a encantar. Sin embargo, me sorprende que no me dijeras nada de esto.
—Se me olvidó —admití.
El frunció el ceño.
—¿Se te olvidó que te habían regalado unos billetes de avión?
—Aja —murmuré distraídamente, y me volví hacia el fregadero.
—Creo haberte oído decir que están a punto de caducar, Edward —continuó Charlie—. ¿Cuántos billetes le regalaron tus padres?
—Uno para ella..., y otro para mí.
El plato que se me cayó ahora aterrizó en el fregadero, por lo que no hizo mucho ruido. Escuché sin esfuerzo el sonoro resoplido de mi padre. La sangre se me agolpó en la cara, impulsada por la irritación y el disgusto. ¿Por qué hacía Edward esto? Muerta de pánico, miré con fijeza las burbujas en el fregadero.
—¡De eso ni hablar! —bramó Charlie palabra a palabra, en pleno ataque de ira.
—¿Por qué? —preguntó Edward, con la voz saturada de una inócente sorpresa—. Acabas de decir que sería una gran idea que fuera a ver a su madre.
Charlie le ignoró.
—¡No te vas a ir a ninguna parte con él, señorita! —aulló. Yo me giré bruscamente en el momento en que alzaba un dedo amenazador.
La ira me inundó de forma automática, una reacción instintiva a su tono.
—No soy una niña, papá. Además, ya no estoy castigada, ¿recuerdas?
—Oh, ya lo creo que sí. Desde ahora mismo.
—Pero ¿por qué?
—Porque yo lo digo.
—¿Voy a tener que recordarte que ya tengo la mayoría de edad legal, Charlie?
—¡Mientras estés en mi casa, cumplirás mis normas!
Mi mirada se volvió helada.
—Si tú lo quieres así... ¿Deseas que me mude esta noche o me vas a dar algunos días para que pueda llevarme todas mis cosas?
El rostro de Charlie se puso de color rojo encendido. Me sentí mal por haber jugado la carta de marcharme de casa. Inspiré hondo e intenté poner un tono más razonable.
—Yo he asumido sin quejarme todos los errores que he cometido, papá, pero no voy a pagar por tus prejuicios.
Charlie farfulló, pero no consiguió decir nada coherente.
—Tú ya sabes que yo sé que tengo todo el derecho de ver a mamá este fin de semana. Dime con franqueza si tendrías alguna objeción al plan si me fuera con Alice o Angela.
—Son chicas —rugió, asintiendo.
—¿Te molestaría si me llevara a Jacob?
Escogí a Jacob sólo porque sabía que mi padre le prefería, pero rápidamente deseé no haberlo hecho; Edward apretó los dientes con un crujido audible.
Mi padre luchó para recomponerse antes de responder.
—Sí —me dijo con voz poco convencida—. También me molestaría.
—Eres un maldito mentiroso, papá.
—Bella...
—No es como si me fuera a Las Vegas para convertirme en corista o algo parecido. Sólo voy a ver a mamá —le recordé—. Ella tiene tanta autoridad sobre mí como tú —me lanzó una mirada fulminante—. ¿O es que cuestionas la capacidad de mamá para cuidar de mí? —Charlie se estremeció ante la amenaza implícita en mi pregunta—. Creo que preferirás que no le mencione esto —le dije.
—Ni se te ocurra —me advirtió—. Esta situación no me hace nada feliz, Bella.
—No tienes motivos para enfadarte.
El puso los ojos en blanco, pero parecía que la tormenta había pasado ya.
Me volví para quitarle el tapón al fregadero.
—He hecho las tareas, tu cena, he lavado los platos y no estoy castigada, así que me voy. Volveré antes de las diez y media.
—¿Adonde vas? —su rostro, que casi había vuelto a la normalidad, se puso otra vez de color rojo brillante.
—No estoy segura —admití—, aunque de todos modos estaremos en un radio de poco más de tres kilómetros, ¿vale?
Gruño algo que no sonó exactamente como su aprobación, pero salió a zancadas de la habitación. Como es lógico, la culpabilidad comenzó tan pronto como sentí que había ganado.
—¿Vamos a salir? —preguntó Edward, en voz baja, pero entusiasta.
Me volví y lo fulminé con la mirada.
—Sí, quiero tener contigo unas palabritas a solas.
Él no pareció muy aprensivo ante la idea, al menos no tanto como supuse que lo estaría.
Esperé hasta que nos encontramos a salvo en su coche.
—¿De qué va esto? —le exigí saber.
—Sé que quieres ir a ver a tu madre, Bella. Hablas de eso en sueños. Y además parece que con preocupación.
—¿Eso he hecho?
Él asintió.
—Pero lo cierto es que te comportas de una forma muy cobarde con Charlie, así que he intervenido por tu bien.
—¿Intervenido? ¡Me has arrojado a los tiburones!
Puso los ojos en blanco.
—No creo que hayas estado en peligro en ningún momento.
—Ya te dije que no me apetecía enfrentarme a Charlie.
—Nadie ha dicho que debas hacerlo.
Le lancé otra mirada furibunda.
—No puedo evitarlo cuando se pone en plan mandón. Debe de ser que me sobrepasan mis instintos naturales de adolescente.
El se rió entre dientes.
—Bueno, pero eso no es culpa mía.
Me quedé mirándolo fijamente, especulando. El no pareció darse cuenta, ya que su rostro estaba sereno mientras miraba por el cristal delantero. Había algo que no cuadraba, pero no conseguí advertirlo. O quizás era otra vez mi imaginación, que iba por libre del mismo modo que lo había hecho esa misma tarde.
—¿Tiene que ver esta necesidad urgente de ir a Florida con la fiesta de este fin de semana en casa de Billy?
Dejó caer la mandíbula.
—Nada en absoluto. No me importa si estás aquí o en cualquier otra parte del mundo; de todos modos, no irías a esa fiesta.
Se comportaba del mismo modo que Charlie lo había hecho antes, justo como si estuvieran tratando con un niño malcriado. Apreté los dientes con fuerza sólo para no empezar a gritar. No quería pelearme también con él.
Suspiró y cuando habló de nuevo su tono de voz era cálido y aterciopelado.
—Bueno, ¿y qué quieres hacer esta noche? —me preguntó.
—¿Podemos ir a tu casa? Hace mucho tiempo que no veo a Esme.
El sonrió.
—A ella le va a encantar, sobre todo cuando sepa lo que vamos a hacer este fin de semana.
Gruñí al sentirme derrotada.

Tal y como había prometido, no nos quedamos hasta tarde. Y no me sorprendió ver las luces todavía encendidas cuando aparcamos frente a la casa. Imaginé que Charlie me estaría esperando para gritarme un poco más.
—Será mejor que no entres —le advertí a Edward—. Sólo conseguirás empeorar las cosas.
—Tiene la mente relativamente en calma —bromeó él. Su expresión me hizo preguntarme si había alguna otra gracia adicional que me estaba perdiendo. Tenía las comisuras de la boca torcidas, luchando por no sonreír.
—Te veré luego —murmuré con desánimo.
Él se carcajeó y me besó en la coronilla.
—Volveré cuando Charlie esté roncando.
La televisión estaba a todo volumen cuando entré. Por un momento consideré la idea de pasar a hurtadillas.
—¿Puedes venir, Bella? —me llamó Charlie, chafándome el plan.
Arrastré los pies los cinco pasos necesarios para entrar en el salón.
—¿Qué hay, papá?
—¿Te lo has pasado bien esta noche? —me preguntó. Se le veía comodo. Busqué un significado oculto en sus palabras antes de contestarle.
—Si —dije, no muy convencida.
—¿Qué habeís hecho?
Me encogí de hombros.
—Hemos salido con Alice y Jasper. Edward desafió a Alice al ajedrez y yo jugué con Jasper. Me hundió.
Sonreí. Ver jugar al ajedrez a Alice y Edward era una de las cosas más divertidas que había visto en mi vida. Se sentaban allí, inmoviles, mirando fijamente el tablero, mientras Alice intentaba preveer los movimientos que él iba a hacer, y a su vez él intentando escoger aquellas jugadas que ella haría en respuesta sin que pasaran por su mente. El juego se desarrollaba la mayor parte del tiempo en sus mentes y creo que apenas habían movido dos peones cuando Alice, de modo repentino, tumbó a su rey y se rindió. Todo el proceso transcurrió en poco más de tres minutos.
Charlie pulsó el botón de silencio en la tele, algo inusual.
—Mira, hay algo que necesito decirte.
Frunció el ceño y me pareció verdaderamente incómodo. Me senté y permanecí quieta, esperando. Nuestras miradas se encontraron un instante antes de que él clavara sus ojos en el suelo. No dijo nada más.
—Bueno, ¿y qué es, papá?
Suspiró.
—Esto no se me da nada bien. No sé ni por dónde empezar...
Esperé otra vez.
—Está bien, Bella. Este es el tema —se levantó del sofá y comenzó a andar de un lado para otro a través de la habitación, sin dejar de mirarse los pies todo el tiempo—. Parece que Edward y tú vais bastante en serio, y hay algunas cosas con las que debes tener cuidado. Ya sé que eres una adulta, pero todavía eres joven, Bella, y hay un montón de cosas importantes que tienes que saber cuando tú... bueno, cuando te ves implicada físicamente con...
—¡Oh no, por favor, por favor, no! —le supliqué, saltando del asiento—. Por favor, no me digas que vas a intentar tener una charla sobre sexo conmigo, Charlie.
El miró con fijeza al suelo.
—Soy tu padre y tengo mis responsabilidades. Y recuerda que yo me siento tan incómodo como tú en esta situación.
—No creo que eso sea humanamente posible. De todos modos, mamá te ha ganado por la mano desde hace lo menos diez años. Te has librado.
—Hace diez años tú no tenías un novio —murmuró a regañadientes. No me cabía duda de que estaba batallando con su deseo de dejar el tema. Ambos estábamos de pie, contemplándonos los zapatos para evitar tener que mirarnos a los ojos.
—No creo que lo esencial haya cambiado mucho —susurré, con la cara tan roja como la suya. Esto llegaba más allá del séptimo circulo del infierno; y lo hacía peor el hecho de que Edward sabia lo que me estaba esperando. Ahora, no me sorprendía quehubiera parecido tan pagado de sí mismo en el coche.
—Sólo dime que ambos estáis siendo responsables —me suplicó Charlie, deseando con toda claridad que se abriera un agujero en el suelo que se lo tragara.
—No te preocupes, papá, no es como tú piensas.
—No es que yo desconfie de ti, Bella; pero estoy seguro de que no me vas a contar nada sobre esto, y además sabes que en realidad yo tampoco quiero oírlo. De todas formas, intentaré tomárlo con actitud abierta, ya sé que los tiempos han cambiado.
Reí incómoda.
—Quizá los tiempos hayan cambiado, pero Edward es un poco chapado a la antigua. No tienes de qué preocuparte.
Charlie suspiró.
—Ya lo creo que sí —murmuró.
—Ugh —gruñí—. Realmente desearía que no me obligaras a decirte esto en voz alta, papá. De verdad. Pero bueno... Soy virgen aún y no tengo planes inmediatos para cambiar esta circunstancia.
Ambos nos moríamos de vergüenza, pero Charlie se tranquilizó. Pareció creerme.
—¿Me puedo ir ya a la cama? Por favor.
—Un minuto —añadió.
—¡Vale ya, por favor, papá! ¡Te lo suplico!
—La parte embarazosa ya ha pasado, te lo prometo —me aseguró.
Me aventuré a mirarle y me sentí agradecida al ver que parecía más relajado, y que su rostro había recuperado su tonalidad natural. Se hundió en el sofá, suspirando con alivio al ver que ya se había acabado la charla sobre sexo.
—¿Y ahora qué pasa?
—Sólo quería saber cómo iba la cosa del equilibrio.
—Oh. Bien, supongo. Hoy Angela y yo hemos hecho planes. Voy a ayudaría con sus tarjetas de graduación. Para chicas, nada más.
—Eso está bien. ¿Y qué pasa con Jake?
Suspiré.
—Todavía no he resuelto eso, papá.
—Pues sigue intentándolo, Bella. Sé que harás las cosas bien. Eres una buena persona.
Estupendo. Entonces, ¿era una mala persona si no conseguía arreglar las cosas con Jake? Eso era un golpe bajo.
—Vale, vale —me mostré de acuerdo. Esta respuesta automática casi me hizo sonreír, ya que era una réplica que se me había pegado de Jacob. Incluso estaba empleando ese mismo tono condescendiente que él solía usar con su padre.
Charlie sonrió ampliamente y volvió a conectar el sonido del televisor. Se dejó caer sobre los cojines, complacido por el trabajo que había llevado a cabo esa noche. En un momento estuvo sumergido de nuevo en el partido.
—Buenas noches, Bella.
—¡Hasta mañana! —me despedí, y salté camino de las escaleras.
Edward ya hacía rato que se había ido y lo más probable es que estuviera de vuelta cuando mi padre se hubiera dormido. Seguramente, estaría de caza o haciendo lo que fuera para matar el rato, así que no tenía prisa por cambiarme de ropa y acostarme. No me sentía de humor para estar sola, pero desde luego no iba a bajar las escaleras dispuesta a pasar un rato en compañía mi padre, por si acaso había algún otro asunto relativo al tema de la educación sexual que se le hubiera olvidado tocar antes; me estremecí.
Así que gracias a Charlie me encontraba nerviosa y llena de ansiedad. Ya había hecho las tareas y no estaba tan sosegada como para ponerme a leer o simplemente a escuchar música. Estuve pensando en llamar a Renée para informarle de mi visita, pero entonces me di cuenta de que era tres horas más tarde en Florida y que ya estaría dormida.
Podía llamar a Angela, supuse.
Pero de pronto supe que no era con Angela con quien quería ni con quien necesitaba hablar.
Miré con fijeza hacia el oscuro rectángulo de la ventana, mordiéndome el labio. No sé cuánto tiempo permanecí allí considerando los pros y los contras; los pros: hacer las cosas bien con Jacob, volviendo a ver otra vez a mi mejor amigo, comportándome como una buena persona; y los contras, provocar el enfado de Edward. Tardé unos diez minutos de reflexión en decidir que los pros eran más válidos que los contras. A Edward sólo le preocupaba mi seguridad y yo sabía que realmente no había ningún problema por ese lado.
El teléfono no sería de ninguna ayuda; Jacob se había negado a contestar mis llamadas desde el regreso de Edward. Además, yo necesitaba verle, verle sonreír de nuevo de la manera en que solía hacerlo. Si quería conseguir alguna vez un poco de paz espiritual, debía reemplazar aquel horrible último recuerdo de su rostro deformado y retorcido por el dolor.
Disponía de una hora aproximadamente. Podía echar una carrera rápida a La Push y volver antes de que Edward se percatara de mi marcha. Ya se había pasado mi toque de queda, pero seguro que a Charlie no le iba a importar mientras no tuviera que ver con Edward. Sólo había una manera de comprobarlo.
Abarré la chaqueta y pasé los brazos por las mangas mientras corría escaleras abajo.
Charlie apartó la mirada del partido, suspicaz al instante.
—¿Te importa si voy a ver a Jake esta noche? —le pregunté casi sin aliento—. No tardaré mucho.
Tan pronto como mencioné el nombre de Jake, el rostro de Charlie se relajó de forma instantánea con una sonrisa petulante. No parecía sorprendido en absoluto de que su sermón hubiera surtido efecto tan pronto.
—Para nada, Bella. Sin problemas. Tarda todo lo que quieras.
—Gracias, papá —le dije mientras salía disparada por la puerta.
Como cualquier fugitivo, no pude evitar mirar varias veces por encima de mi hombro mientras me montaba en mi coche, pero la noche era tan oscura que realmente no hacía falta. Tuve que encontrar el camino siguiendo el lateral del coche hasta llegar a la manilla.
Mis ojos comenzaban apenas a ajustarse a la luz cuando introduje las llaves en el contacto. Las torcí con fuerza hacia la izquierda, pero en vez de empezar a rugir de forma ensordecedora, el motor sólo emitió un simple clic. Lo intenté de nuevo con los mismos resultados.
Y entonces, una pequeña porción de mi visión periférica me hizo dar un salto.
—¡¡Aahh!! —di un grito ahogado cuando vi que no estaba sola en la cabina.
Edward estaba sentado, muy quieto, un punto ligeramente brillante en la oscuridad, y sólo sus manos se movían mientras daba vueltas una y otra vez a un misterioso objeto negro. Lo miró mientras hablaba.
—Me llamó Alice —susurró.
¡Alice! Maldita sea. Se me había olvidado contemplarla en mis planes. Él debía de haberla puesto a vigilarme.
—Se puso nerviosa cuando tu futuro desapareció de forma repentina hace cinco minutos.
Las pupilas, dilatadas ya por la sorpresa, se agrandaron más aún.
—Ella no puede visualizar a los licántropos, ya sabes —me explicó en el mismo murmullo bajo—. ¿Se te había olvidado? Cuando decides mezclar tu destino con el suyo, tú también desapareces. Supongo que no tenías por qué saberlo, pero creo que puedes entender por qué eso me hace sentirme un poco... ¿ansioso? Alice te vio desaparecer y ella no podía decirme si habías venido ya a casa o no. Tu futuro se perdió junto con ellos.
»Ignoramos por qué sucede esto. Tal vez sea alguna defensa natural innata —hablaba ahora como si lo hiciera consigo mismo, todavía mirando la pieza del motor de mi coche mientras la hacia girar entre sus manos—. Esto no parece del todo creíble, máxime si se considera que yo no tengo problema alguno en leerles la mente a los hombres lobo. Al menos los de los Black. La teoría de Carlisle es que esto sucede porque sus vidas están muy gobernadas por sus transformaciones. Son más una reacción involuntaria que una decisión. Son tan completamente impredecibles que hacen cambiar todo lo que les rodea. En el momento en que cambian de una forma a otra, en realidad, ni existen siquiera. El futuro no les puede afectar...
Atendí a sus cavilaciones sumida en un silencio sepulcral.
—Arreglaré tu coche a tiempo para ir al colegio en el caso de que quieras conducir tú misma —me aseguró al cabo de un minuto.
Con los labios apretados, saqué las llaves y salté rígidamente fuera del coche.
—Cierra la ventana si no quieres que entre esta noche. Lo entenderé —me susurró justo antes de que yo cerrara de un portazo.
Entré pisando fuerte en la casa, cerrando esta puerta también de un portazo.
—¿Pasa algo? —inquirió Charlie desde el sofá.
—El coche no arranca —mascullé.
—¿Quieres que le eche una ojeada?
—No, volveré a intentarlo mañana.
—¿Quieres llevarte mi coche?
Se suponía que yo no debía conducir el coche patrulla de la policía. Charlie debía de estar en verdad muy desesperado porque fuera a La Push. Probablemente tan desesperado como yo.
—No. Estoy cansada —gruñí—. Buenas noches.
Pateé mi camino escaleras arriba y me fui derecha a la ventana. Empujé el metal del marco con rudeza y se cerró de un golpe, haciendo que temblaran los cristales.
Miré con fijeza el trémulo y oscuro cristal durante largo rato, hasta que se quedó quieto. A continuación, suspiré y abrí la ventana lo máximo posible.

Razones

El sol estaba tan oculto entre las nubes que no había forma de decir si se había puesto o no. Me encontraba bastante desorientada después de un vuelo tan largo, como si fuéramos hacia el oeste, a la caza del sol, que a pesar de todo parecía inmóvil en el cielo; por extraño que pudiera parecer, el tiempo estaba inestable. Me tomó por sorpresa el momento en que el bosque cedió paso a los primeros edificios, señal de que ya estábamos cerca de casa.
—Llevas mucho tiempo callada —observó Edward—. ¿Te has mareado en el avión?
—No, me encuentro bien.
—¿Te ha entristecido la despedida?
—Creo que estoy más aliviada que triste.
Alzó una ceja. Sabía que era inútil e innecesario, por mucho que odiara admitirlo, pedirle que mantuviera los ojos fijos en la carretera.
—Renée es bastante más... perceptiva que Charlie en muchos sentidos. Me estaba poniendo nerviosa.
Edward se rió.
—Tu madre tiene una mente muy interesante: casi infantil, pero muy perspicaz. Ve las cosas de modo diferente a los demás.
Perspicaz. Era una buena definición de mi madre, al menos cuando prestaba atención a las cosas. La mayor parte del tiempo Renée estaba tan apabullada por lo que sucedía en su propia vida que apenas se daba cuenta de mucho más, pero este fin de semana me había dedicado toda su atención.
Phil estaba ocupado, ya que el equipo de béisbol del instituto que entrenaba había llegado a las rondas finales y el estar a solas con Edward y conmigo había intensificado el interés de Renée. Comenzó a observar tan pronto como nos abrazó y se pasaron los grititos de alegría; y mientras observaba, sus grandes ojos azules primero habían mostrado perplejidad, y luego interés.
Esa mañana nos habíamos ido a dar un paseo por la playa. Quería enseñarme todas las cosas bonitas del lugar donde se encontraba su nuevo hogar, aún con la esperanza de que el sol consiguiera atraerme fuera de Forks. También quería hablar conmigo a solas y esto le facilitaba las cosas. Edward se había inventado un trabajo del instituto para tener una excusa que le permitiera quedarse dentro de la casa durante el día.
Reviví la conversación en mi mente...
Renée y yo deambulamos por la acera, procurando mantenernos al amparo de las sombras de las escasas palmeras. Aunque era temprano el calor resultaba abrasador. El aire estaba tan impregnado de humedad que el simple hecho de inspirar y exhalar el aire estaba suponiendo un esfuerzo para mis pulmones.
—¿Bella? —me preguntó mi madre, mirando a lo lejos, sobre la arena, a las olas que rompían suavemente mientras hablaba.
—¿Qué pasa, mamá?
Ella suspiró al tiempo que evitaba mi mirada.
—Me preocupa...
—¿Qué es lo que va mal? —pregunté, repentinamente ansiosa—. ¿En qué puedo ayudarte?
—No soy yo —sacudió la cabeza—. Me preocupáis tú... y Edward.
Renée me miró por fin, con una expresión de disculpa en el rostro.
—Oh —susurré, fijando los ojos en una pareja que corría y que nos sobrepasó en ese momento, empapados en sudor.
Vais mucho más en serio de lo que pensaba —continuó ella.
Fruncí el ceño, revisando con rapidez en mi mente los dos últimos días. Edward y yo apenas nos habíamos tocado, al menos delante de ella. Me pregunté si Renée también me iba soltar un sermón sobre la responsabilidad. No me importaba que fuera del mismo modo que con Charlie, porque no me avergonzaba hablar del tema con mi madre. Después de todo, había sido yo la que le había soltado a ella el mismo sermón una y otra vez durante los últimos diez años.
—Hay algo... extraño en cómo estáis juntos —murmuró ella, con la frente fruncida sobre sus ojos preocupados—. Te mira de una manera... tan... protectora. Es como si estuviera dispuesto a interponerse delante de una bala para salvarte o algo parecido.
Me reí, aunque aún no me sentía capaz de enfrentarme a su mirada.
—¿Y eso es algo malo?
—No —ella volvió a fruncir el ceño mientras luchaba para encontrar las palabras apropiadas—. Simplemente es diferente. Él siente algo muy intenso por ti... y muy delicado. Me da la impresión de no comprender del todo vuestra relación. Es como si me perdiera algún secreto.
—Creo que estás imaginando cosas, mamá —respondí con rapidez, luchando por hablarle con total naturalidad a pesar de que se me había revuelto el estómago. Había olvidado cuántas cosas era capaz de ver mi madre. Había algo en su comprensión sencilla del mundo que prescindía de todo lo accesorio para ir directa a la verdad. Antes, esto no había sido nunca un problema.
Hasta ahora, no había existido jamás un secreto que no pudiera contarle.
—Y no es sólo él —apretó los labios en un ademán defensivo—. Me gustaría que vieras la manera en que te mueves a su alrededor.
—¿Qué quieres decir?
—La manera en que andas, como si él fuera el centro del mundo para ti y ni siquiera te dieras cuenta. Cuando él se desplaza, aunque sea sólo un poco, tú ajustas automáticamente tu posición a la suya. Es como si fuerais imanes, o la fuerza de la gravedad. Eres su satélite... o algo así. Nunca había visto nada igual.
Cerró la boca y miró hacia el suelo.
—No me lo digas —le contesté en broma, forzando una sonrisa—. Estás leyendo novelas de misterio otra vez, ¿a que sí? ¿O es ciencia-ficción esta vez?
Renée enrojeció adquiriendo un delicado color rosado.
—Eso no tiene nada que ver.
—¿Has encontrado algún título bueno?
—Bueno, sí, había uno, pero eso no importa ahora. En realidad, estamos hablando de ti.
—No deberías salirte de la novela romántica, mamá. Ya sabes que enseguida te pones a flipar.
Las comisuras de sus labios se elevaron.
—Estoy diciendo tonterías, ¿verdad?
No pude contestarle durante menos de un segundo. Renée era tan influenciable. Algunas veces eso estaba bien, porque no todas sus ideas eran prácticas, pero me dolía ver lo rápidamente que se había visto arrastrada por mi contemporización, sobre todo teniendo en cuenta que esta vez tenía más razón que un santo.
Levantó la mirada y yo controlé mi expresión.
—Quizá no sean tonterías, tal vez sea porque soy madre —se echó a reír e hizo un gesto que abarcaba las arenas blancas y el agua azul—. ¿Y todo esto no basta para conseguir que vuelvas con la tonta de tu madre?
Me pasé la mano con dramatismo por la frente y después fingí retorcerme el pelo para escurrir el sudor.
—Terminas acostumbrándote a la humedad —me prometió.
—También a la lluvia —contraataqué.
Me dio un codazo juguetón y me cogió la mano mientras regresábamos a su coche.
Dejando a un lado su preocupación por mí, parecía bastante feliz. Contenta. Todavía miraba a Phil con ojos enamorados y eso me consolaba. Seguramente su vida era plena y satisfactoria. Seguramente no me echaba tanto de menos, incluso ahora...
Los dedos helados de Edward se deslizaron por mi mejilla. Le devolví la mirada, parpadeando de vuelta al presente. Se inclinó sobre mí y me besó la frente.
—Hemos llegado a casa, Bella Durmiente. Hora de despertarse.
Nos habíamos parado delante de la casa de Charlie, que había aparcado el coche patrulla en la entrada y mantenía encendida la luz. del porche. Mientras observaba la entrada, vi cómo se alzaba la cortina en la ventana del salón, proyectando una línea de luz amarilla sobre el oscuro césped.
Suspiré. Sin duda, Charlie estaba esperando para abalanzarse sobre mí.
Edward debía de estar pensando lo mismo, porque su expresión se había vuelto rígida y sus ojos parecían lejanos cuando me abrió la puerta.
—¿Pinta mal la cosa?
—Charlie no se va a poner difícil —me prometió Edward con voz neutra, sin mostrar el más ligero atisbo de humor—. Te ha echado de menos.
Entorné los ojos, llenos de dudas. Si ése era el caso, ¿por qué Edward estaba en tensión, como si se aproximara una batalla?
Mi bolsa era pequeña, pero él insistió en llevarla hasta dentro. Papá nos abrió la puerta.
—¡Bienvenida a casa, hija! —gritó Charlie como si realmente lo pensara—. ¿Qué tal te ha ido por Jacksonville?
—Húmedo. Y lleno de bichos.
—¿Y no te ha vendido Renée las excelencias de la Universidad de Florida?
—Lo ha intentado, pero francamente, prefiero beber agua antes que respirarla.
Los ojos de Charlie se deslizaron de hito en hito hacia Edward.
—¿Te lo has pasado bien?
—Sí —contestó con voz serena—. Renée ha sido muy hospitalaria.
—Esto..., hum, vale. Me alegro de que te divirtieras —Charlie apartó la mirada de Edward y me abrazó de forma inesperada.
—Impresionante —le susurré al oído.
Rompió a reír con una risa sorda.
—Realmente te he echado de menos, Bella. Cuando no estás, la comida es asquerosa.
—Ahora lo pillo —le contesté mientras soltaba su abrazo.
—¿Podrías llamar a Jacob lo primero de todo? Lleva fastidiándome cada cinco minutos desde las seis de la mañana. Le he prometido que haría que le llamaras antes de que te pusieras a deshacer la maleta.
No tuve que mirar a Edward para advertir la rigidez de su postura o la frialdad de su expresión. Así que ésta era la causa de su tensión.
—¿Jacob desea hablar conmigo?
—Con toda su alma, diría yo. No ha querido decirme de qué iba la cosa, sólo me ha dicho que es importante.
El teléfono volvió a sonar, estridente y acuciante.
—Será él otra vez, me apuesto la próxima paga —murmuró Charlie.
—Ya lo cojo yo —dije mientras me apresuraba hacia la cocina.
Edward me siguió mientras Charlie desaparecía en el salón.
Agarré el auricular en mitad de un pitido y me volví para permanecer de cara a la pared.
—¿Diga?
—Has regresado —dijo Jacob.
Su áspera voz familiar me hizo sentir una intensa añoranza. Mil recuerdo asaltaron mi mente, mezclándose entre sí: una playa rocosa sembrada de maderas que flotaban a la deriva, un garaje fabricado con plásticos, refrescos calientes en una bolsa de papel, una habitación diminuta con un raído canapé, igualmente pequeño. El júbilo brillando en sus oscuros ojos hundidos, el calor febril de su mano grande en torno a la mía, el relampagueo de sus dientes blancos contra su piel oscura, su rostro distendiéndose en esa amplia sonrisa que había sido siempre como la llave de una puerta secreta, donde sólo tienen acceso los espíritus afines.
Sentí una especie de anhelo por la persona y el lugar que me habían protegido a lo largo de mi noche más oscura.
Me aclaré el nudo que tenía en la garganta.
—Sí —contesté.
—¿Por qué no me has llamado? —exigió Jacob.
Su tono malhumorado me enfadó al instante.
—Porque llevo en casa exactamente cuatro segundos y tu llamada interrumpió el momento en que Charlie me estaba diciendo que habías telefoneado.
—Oh. Lo siento.
—Ya. Y dime, ¿por qué agobias a mi padre?
—Necesito hablar contigo.
—Seguro, pero eso ya lo tengo claro. Sigue.
Hubo una corta pausa.
—¿Vas a ir a clase mañana?
Torcí el gesto, incapaz de ver adonde quería ir a parar.
—Claro que iré, ¿por qué no iba a hacerlo?
—Ni idea. Sólo era curiosidad.
Otra pausa.
—¿Y de qué quieres hablar, Jake?
Él dudó.
—Supongo que de nada especial. Sólo... quería oír tu voz.
—Sí..., lo entiendo... Me alegra tanto que me hayas llamado, Jake. Yo... —pero no sabía qué más decir. Me gustaría haberle dicho que me iba de camino a La Push en ese momento, pero no podía.
—He de irme —soltó de pronto.
—¿Qué?
—Te llamaré pronto, ¿vale?
—Pero Jake...
Ya había colgado. Escuché el tono de escucha con incredulidad.
—Qué cortante —murmuré.
—¿Va todo bien? —preguntó Edward con voz baja y cautelosa.
Me volví lentamente para encararle. Su expresión era totalmente tranquila e inescrutable.
—No lo sé. Me pregunto de qué va esto —no tenía sentido que Jacob hubiera estado incordiando a Charlie todo el día sólo para preguntarme si iba a ir a la escuela. Y si quería escuchar mi voz, ¿por qué había colgado tan pronto?
—Tú tienes más probabilidades de acertar en esto que yo —comentó Edward, con la sombra de una sonrisa tirando de la comisura de su labio.
—Aja —susurré. Era cierto. Conocía a Jake a fondo. Seguro que sus razones no serían tan complicadas de entender.
Con mis pensamientos a kilómetros de distancia como a unos veintitrés kilómetros siguiendo la carretera hacia La Push , comencé a reunir los ingredientes necesarios en el frigorífico para prepararle la cena a Charlie. Edward se retrepó contra la encimera y yo era apenas consciente de cómo clavaba los ojos en mi rostro, pero estaba demasiado inquieta para preocuparme también por lo que pudiera ver en ellos.
Lo del instituto tenía pinta de ser la clave del asunto. Eso era en realidad lo único que Jake había preguntado. Y él debía de estar buscando una respuesta a algo, o no habría molestado a Charlie de forma tan persistente.
Sin embargo, ¿por qué le iba a preocupar mi asistencia a clase? Intenté abordar el tema de una manera lógica. Así que, si yo hubiera faltado al día siguiente al instituto, ¿qué problema hubiera supuesto eso desde el punto de vista de Jacob? Charlie se había mostrado molesto porque yo perdiera un día de clase tan cerca de los finales, pero le había convencido de que un viernes no iba a suponer un estorbo en mis estudios. A Jake eso le daba exactamente igual. Mi cerebro no parecía estar dispuesto a colaborar con ninguna aportación especialmente brillante. Quizás era que pasaba por alto alguna pieza vital de información.
¿Qué podría haber ocurrido en los últimos tres días que fuera tan importante como para que Jacob interrumpiera su negativa a contestar a mis llamadas y le hiciera ponerse en contacto conmigo? ¿Qué diferencia habían supuesto esos tres días?
Me quedé helada en mitad de la cocina. El paquete de hamburguesas congeladas que llevaba se deslizó entre mis manos aturdidas. Tardé un largo segundo en evitar el golpe que se hubieran dado contra el suelo.
Edward lo cogió y lo arrojó a la encimera. Sus brazos me rodearon rápidamente y pegó los labios a mi oído.
—¿Qué es lo que va mal?
Sacudí la cabeza., aturdida.
Tres días podrían cambiarlo todo.
¿No había estado yo pensando acerca de la imposibilidad de acudir al instituto por no poder estar cerca de la gente después de haber atravesado los dolorosos tres días de la conversión? Esos tres días me liberarían de la mortalidad, de modo que podría compartir la eternidad con Edward, una conversión que me haría prisionera definitivamente de mi propia sed.
¿Le había dicho Charlie a Billy que había desaparecido durante tres días? ¿Había Billy llegado por sí mismo a la conclusión evidente? ¿Lo que me había estado preguntando Jacob realmente era si todavía continuaba siendo humana? ¿Estaba asegurándose, en realidad, de que el tratado con los hombres lobo no se hubiera roto, y de que ninguno de los Cullen se hubiera atrevido a morder a un humano...? Morder, no matar...
Pero ¿es que él creía honradamente que yo volvería a casa si ése fuera el caso?
Edward me sacudió.
—¿Bella? —me preguntó, ahora lleno de auténtica ansiedad.
—Creo... creo que simplemente estaba haciendo una comprobación —mascullé entre dientes—. Quería asegurarse de que sigo siendo humana, a eso se refería.
Edward se puso rígido y un siseo ronco resonó en mi oído.
—Tendremos que irnos —susurré—. Antes. De ese modo no se romperá el tratado. Y nunca más podremos regresar.
Sus brazos se endurecieron a mi alrededor.
—Ya lo sé.
—Ejem —Charlie se aclaró la garganta ruidosamente a nuestras espaldas.
Yo pegué un salto y después me liberé de los brazos de Edward, enrojeciendo. Edward se reclinó contra la encimera. Tenía los ojos entornados y pude ver reflejada en ellos la preocupación y la ira.
—Si no quieres hacer la cena, puedo llamar y pedir una pizza —insinuó Charlie.
—No, está bien, ya he empezado.
—Vale —comentó él. Se acomodó contra el marco de la puerta con los brazos cruzados.
Suspiré y me puse a trabajar, intentando ignorar a mi audiencia.

—Si te pido que hagas algo, ¿confiarás en mí? —me preguntó Edward, con un deje afilado en su voz aterciopelada.
Casi habíamos llegado al instituto. Él había estado relajado y bromeando hasta hacía apenas un momento; ahora, de pronto, tenía las manos aferradas al volante e intentaba controlar la fuerza para no romperlo en pedazos.
Clavé la mirada en su expresión llena de ansiedad, con los ojos distantes como si escuchara voces lejanas.
Mi pulso se desbocó en respuesta a su tensión, pero contesté con cuidado.
—Eso depende.
Metió el coche en el aparcamiento del instituto.
—Ya me temía que dirías eso.
—¿Qué deseas que haga, Edward?
—Quiero que te quedes en el coche —aparcó en su sitio habitual y apagó el motor mientras hablaba—. Quiero que esperes aquí hasta que regrese a por ti.
—Pero, ¿por qué?
Fue entonces cuando le vi. Habría sido difícil no distinguirle sobresaliendo como lo hacía sobre el resto de los estudiantes, incluso aunque no hubiera estado reclinado contra su moto negra, aparcada de forma ilegal en la acera.
—Oh.
El rostro de Jacob era la máscara tranquila que yo conocía tan bien. Era la cara que solía poner cuando estaba decidido a mantener sus emociones bajo control. Le hacía parecerse a Sam, el mayor de los licántropos, el líder de la manada de los quileute, pero Jacob nunca podría imitar la serenidad perfecta de Sam.
Había olvidado cuánto me molestaba ese rostro. Había llegado a conocer a Sam bastante bien antes de que regresaran los Cullen, incluso me gustaba, aunque nunca conseguía sacudirme el resentimiento que experimentaba cuando Jacob imitaba la expresión de Sam. No era mi Jacob cuando la llevaba puesta. Era la cara de un extraño.
—Anoche te precipitaste en llegar a una conclusión equivocada —murmuró Edward—. Te preguntó por el instituto porque sabía que yo estaría donde tú estuvieras. Buscaba un lugar seguro para hablar conmigo. Un escenario con testigos.
Así que yo había malinterpretado las razones de Jacob para llamarme. El problema radicaba en la información faltante, por ejemplo por qué demonios querría Jacob hablar con Edward.
—No me voy a quedar en el coche —repuse.
Edward gruñó bajo.
—Claro que no. Bien, acabemos con esto de una vez.
El rostro de Jacob se endureció conforme avanzábamos hacia él, con las manos unidas.
Noté también otros rostros, los de mis compañeros de clase. Me di cuenta de cómo sus ojos se dilataban al posarse sobre los dos metros del corpachón de Jacob, cuya complexión musculosa era impropia de un chico de poco más de diecisiete años. Vi cómo aquellos ojos recorrían su ajustada camiseta negra de manga corta aunque el día era frío a pesar de la estación, sus vaqueros rasgados y manchados de grasa y la moto lacada en negro sobre la que se apoyaba. Las miradas no se detenían en su rostro, ya que había algo en su expresión que les hacía retirarlas con rapidez. También constaté la distancia que mantenían con él, una burbuja de espacio que nadie se atrevía a cruzar.
Con cierta sorpresa, me di cuenta de que Jacob les parecía peligroso. Qué raro.
Edward se detuvo a unos cuantos metros de Jacob. Tenía bien claro lo incómodo que le resultaba tenerme tan cerca de un licantropo. Retrasó ligeramente la mano y me echó hacia atrás para ocultarme a medias con su cuerpo.
—Podrías habernos llamado —comenzó Edward con una voz dura como el acero.
—Lo siento —-contestó Jacob, torciendo el gesto con desprecio—. No tengo sanguijuelas en mi agenda.
—También podríamos haber hablado cerca de casa de Bella —la mandíbula de Jacob se contrajo y frunció el ceño sin contestar—. Este no es el sitio apropiado, Jacob. ¿Podríamos discutirlo luego?
—Vale, vale. Me pasaré por tu cripta cuando terminen las clases —bufó Jacob—. ¿Qué tiene de malo hablar ahora?
Edward miró alrededor con intención y posó la mirada en aquellos testigos que se hallaban a distancia suficiente como para escuchar la conversación. Unos pocos remoloneaban en la acera con los ojos brillantes de expectación, exactamente igual que si esperasen una pelea que aliviara el tedio de otro lunes por la mañana. Vi cómo Tyler Crowley le daba un ligero codazo a Austin Marks y ambos interrumpían su camino hacia el aula.
—Ya sé lo que has venido a decir —le recordó Edward a Jacob en una voz tan baja que apenas pude oírle—-. Mensaje entregado. Considéranos advertidos.
Edward me miró durante un fugaz segundo con ojos preocupados.
—¿Avisados? —le pregunté sin comprender—. ¿De qué estás hablando?
—¿No se ló has dicho a ella? —inquirió Jacob, con los ojos dilatados por la sorpresa—. ¿Qué?, ¿acaso temes que se ponga de nuestra parte?
—Por favor, déjalo ya, Jacob —intervino Edward, con voz calmada.
—¿Por qué? —le desafió Jacob.
Fruncí el ceño, confundida.
—¿Qué es lo que no sé, Edward?
Él se limitó a seguir mirando a Jacob como si no me hubiera escuchado.
—¿Jake?
Jacob alzó una ceja en mi dirección.
—¿No te ha dicho que ese... hermano gigante que tiene cruzó la línea el sábado por la noche? —preguntó, con un tono lleno de sarcasmo. Entonces, fijó la vista en Edward—. Paul estaba totalmente en su derecho de...
—¡Era tierra de nadie! —masculló Edward.
—¡No es así!
Jacob estaba claramente echando humo. Le temblaban las manos. Sacudió la cabeza, e hizo dos inspiraciones profundas de aire.
—¿Emmett y Paul? —susurré. Paul era el camarada más inestable de la manada de Jacob. Él fue quien perdió el control aquel día en el bosque y el recuerdo de ese lobo gris gruñendo revivió repentinamente en mi mente—. ¿Qué pasó? ¿Es que se han enfrentado? —mi voz se alzó con una nota de pánico—. ¿Por qué? ¿Está herido Paul?
—No hubo lucha —aclaró Edward con tranquilidad, sólo para mí—. Nadie salió herido. No te inquietes.
Jacob nos miraba con gesto de incredulidad.
—No le has contado nada en absoluto, ¿a que no? ¿Ese es el modo en que la mantienes apartada? Por eso ella no sabe...
—Vete ya —Edward le cortó a mitad de la frase y su rostro se volvió de repente amedrentador, realmente terrorífico. Durante un segundo pareció un... un vampiro. Miró a Jacob con una aversión abierta y sanguinaria.
Jacob enarcó las cejas, pero no hizo ningún otro movimiento.
—¿Por qué no se lo has dicho?
Se enfrentaron el uno al otro en silencio durante un buen rato comenzaron a reunirse más estudiantes con Tyler y Austin. Vi a Mike al lado de Ben, y el primero tenía una mano apoyada en el hombro de Ben, como si estuviera reteniéndole.
En aquel silencio mortal, todos los detalles encajaron súbitamente en un ramalazo de intuición. Algo que Edward no quería que supiera. Algo que Jacob no me hubiera ocultado. Algo que había hecho que los Cullen y los licántropos anduvieran juntos por los bosques en una proximidad peligrosa.
Algo que había hecho que Edward insistiera en que cruzara el país en avión.
Algo que Alice había visto en una visión la semana pasada, una visión sobre la que Edward me había mentido. Algo que yo había estado esperando de todos modos. Algo que yo sabía que volvería a ocurrir, aunque deseara con todas mis fuerzas que no fuera así. ¿Es que nunca jamás se iba a terminar?
Escuché el rápido jadeo entrecortado del aire saliendo entre mis labios, pero no pude evitarlo. Parecía como si el edificio del instituto temblara, como si hubiera un terremoto, pero yo sabía que era sólo mi propio temblor el que causaba la ilusión.
—Ella ha vuelto a por mí —resollé con voz estrangulada.
Victoria nunca iba a rendirse hasta que yo estuviera muerta. Repetiría el mismo patrón una y otra vez fintar y escapar, fintar y escapar hasta que encontrara una brecha entre mis defensores.
Quizá tuviera suerte. Quizá los Vulturis vinieran primero a por mí, ya que ellos me matarían más rápido, por lo menos.
Edward me apretó contra su costado, posicionando su cuerpo de modo que él seguía estando entre Jacob y yo, y me acarició la cara con manos ansiosas.
—No pasa nada —me susurró—. No pasa nada. Nunca dejaré que se te acerque, no pasa nada.
Luego, se volvió y miró a Jacob.
—¿Contesta esto a tu pregunta, chucho?
—¿No crees que Bella tiene derecho a saberlo? —le retó Jacob—. Es su vida.
Edward mantuvo su voz muy baja. Incluso Tyler, que intentaba acercarse paso a paso, fue incapaz de oírle.
—¿Por qué debe tener miedo si nunca ha estado en peligro?
—Mejor asustada que ignorante.
Intenté recobrar la compostura, pero mis ojos estaban anegados de lágrimas. Podía imaginarla detrás de mis párpados, podía ver el rostro de Victoria, sus labios retraídos sobre los dientes, sus ojos carmesíes brillando con la obsesión de la venganza; ella responsabilizaba a Edward de la muerte de su amor, James, y no pararía hasta quitarle a él también el suyo.
Edward restañó las lágrimas de mi mejilla con las yemas de los dedos.
—¿Realmente crees que herirla es mejor que protegerla? —murmuró.
—Ella es más fuerte de lo que crees —repuso Jacob—. Y lo ha pasado bastante peor.
De repente el rostro de Jacob cambió y fijó la mirada en Edward una expresión extraña, calculadora. Entornó los ojos como si estuviera intentando resolver un difícil problema de matemáticas en su mente.
Sentí que Edward se encogía. Alcé los ojos para verle las faciones, que se crisparon con un sentimiento que sólo podía ser dolor. Por un momento espantoso, recordé una tarde en Italia, en aquella macabra habitación de la torre de los Vulturis, donde Jane había torturado a Edward con aquel maligno don que poseía, quemándole simplemente con el poder de su mente...
Ell recuerdo me ayudó a recuperarme de mi inminente ataque de histeria y puso las cosas en perspectiva, ya que prefería que Victoria me matase cien veces antes que verle sufrir de ese modo otra vez.
—Qué divertido —comentó Jacob, carcajeándose mientras observaba el rostro de Edward...
...que hizo otro gesto de dolor, pero consiguió suavizar su expresión con un pequeño esfuerzo, aunque no podía ocultar la agonía de sus ojos.
Miré fijamente, con los ojos bien abiertos, primero la mueca de Edward y luego el aire despectivo de Jacob.
—¿Qué le estás haciendo? —inquirí.
—No es nada, Bella —me aseguró Edward en voz baja—. Sólo que Jacob tiene muy buena memoria, eso es todo.
El aludido esbozó una gran sonrisa y Edward se estremeció de nuevo.
—¡Para ya! Sea lo que sea que estés haciendo.
—Vale, si tú quieres —Jacob se encogió de hombros—. Aunque es culpa suya si no le gustan mis recuerdos.
Le miré fijamente y él me devolvió una sonrisa despiadada, como un chiquillo pillado en falta haciendo algo que sabe que no debe hacer por alguien que sabe que no le castigará.
—El director viene de camino a echar a los merodeadores de la propiedad del instituto —me murmuró Edward—. Vete a clase de Lengua, Bella, no quiero que te veas implicada.
—Es un poco sobreprotector, ¿a que sí? —comentó Jacob, dirigiéndose sólo a mí—. Algo de agitación hace que la vida sea divertida. Déjame adivinar, ¿a que no tienes permiso para divertirte?
Edward le fulminó con la mirada y sus labios se retrajeron levemente sobre sus dientes.
—Cierra el pico, Jacob —le dije.
El se echó a reír.
—Eso suena a negativa. Oye, si alguna vez quieres volver a vivir la vida, ven a verme. Todavía tengo tu moto en mi garaje.
Esta noticia me distrajo.
—Se supone que deberías haberla vendido. Le prometiste a Charlie que lo harías.
Le supliqué a mi padre que se vendiera en atención a Jacob. Después de todo, él había invertido semanas de trabajo en ambas motos y merecía algún tipo de compensación, ya que si hubiera sido por Charlie, habría tirado la moto a un contenedor. Y probablemente después le habría prendido fuego.
—Ah, sí, claro. Como si yo pudiera hacer eso. Es tuya, no mía. De cualquier modo, la conservaré hasta que quieras que te la devuelva.
Un pequeño atisbo de la sonrisa que yo recordaba jugueteó con ligereza en las comisuras de sus labios.
—Jake...
Se inclinó hacia delante, con el rostro de repente lleno de interés, sin apenas sarcasmo.
Creo que lo he estado haciendo mal hasta ahora, ya sabes, acerca de no volver a vernos como amigos. Quizá podríamos apañarnos, al menos por mi parte. Ven a visitarme algún día.
Me sentía plenamente consciente de Edward, con sus brazos todavia en torno a mi cuerpo, protegiéndome, e inmóvil como una piedra. Le lancé una mirada al rostro, que aún seguía tranquilo, paciente.
—Esto, yo... no sé, Jake.
Jacob abandonó su fachada hostil por completo. Era casi como Inibiera olvidado de que Edward estaba allí, o al menos como estuviera decidido a actuar así.
—Te echo de menos todos los días, Bella. Las cosas no son lo mismo sin ti.
—Ya lo sé y lo siento, Jake, yo sólo...
Él sacudió la cabeza y suspiró.
—Lo sé. Después de todo, no importa, ¿verdad? Supongo que sobreviviré o lo que sea. ¿A quién le hacen falta amigos? —hizo una mueca de dolor, intentando disimularla bajo un ligero barniz bravucón.
EI sufrimiento de Jacob siempre había disparado mi lado protector. No era racional del todo, ya que él difícilmente necesitaba el tipo de protección física que yo le pudiera proporcionar, pero mis brazos, atrapados con firmeza bajo los de Edward, ansiaban alcanzarle, para enredarse en torno a su cintura grande y cálida en una silenciosa promesa de aceptación y consuelo.
Los brazos protectores de Edward se habían convertido en un encierro.
—Venga, a clase —una voz severa resonó a nuestras espaldas—. Póngase en marcha, señor Crowley.
—Vete al colegio, Jake —susurré, nerviosa, en el momento en que reconocí la voz del director. Jacob iba a la escuela de los quileute, pero podría verse envuelto en problemas por allanamiento de propiedad o algo así.
Edward me soltó, aunque me cogió la mano y continuó interponiendo su cuerpo entre nosotros.
El señor Greene avanzó a través del círculo de espectadores, con las cejas protuberantes como nubes ominosas de tormenta sobre sus ojos pequeños.
—¡He dicho que ya! —amenazó—. Castigaré a todo el que me encuentre aquí mirando cuando me dé la vuelta.
La concurrencia se disolvió antes de que hubiera terminado la frase.
—Ah, señor Cullen. ¿Qué ocurre aquí? ¿Algún problema?
—Ninguno, señor Greene. íbamos ya de camino a clase.
—Excelente. Creo que no conozco a su amigo —el director volvió su mirada fulminante a Jacob—. ¿Es usted un estudiante del centro?
Los ojos del señor Greene examinaron a Jacob y vi cómo llegaba a la misma conclusión que todo el mundo: peligroso. Un chaval problemático.
—No —repuso Jacob, con una sonrisita de suficiencia en sus gruesos labios.
—Entonces le sugiero que se marche de la propiedad de la escuela rápido, jovencito, antes de que llame a la policía.
La sonrisita de Jacob se convirtió en una sonrisa en toda regla y supe que se estaba imaginando a Charlie deteniéndole, pero su expresión era demasiado amarga, demasiado llena de burla para satisfacerme. Ésa no era la sonrisa que yo esperaba ver.
Jacob respondió: «Sí, señor», y esbozó un saludo militar antes de montarse en su moto y patear el pedal de arranque en la misma acera. El motor rugió y luego las ruedas chirriaron cuando las hizo dar un giro cerrado. Jacob se perdió de vista en cuestión de segundos.
El señor Greene rechinó los dientes mientras observaba la escena. Señor Cullen, espero que hable con su amigo para que no vuelva a invadir la propiedad privada.
—No es amigo mío, señor Greene, pero le haré llegar la advertencia.
El señor Greene apretó los labios. El expediente académico intachable de Edward y su trayectoria impecable jugaban claramente a su favor en la valoración del director respecto al incidente. Ya veo. Si tiene algún problema, estaré encantado de...
—No hay de qué preocuparse, señor Greene. No hay ningún gobierna.
—Espero que sea así. Bien, entonces, a clase. Usted también, señorita Swan.
Edward asintió y me empujó con rapidez hacia el edificio donde estaba el aula de Lengua.
—¿Te sientes bien como para ir a clase? —me susurró cuando dejamos atrás al director.
—Sí —murmuré en respuesta, aunque no estaba del todo segura de estar diciendo la verdad.
Aunque si me sentía o no bien, no era el tema más importante. Necesitaba hablar con Edward cuanto antes y la clase de Lengua no era el sitio ideal para la conversación que tenía en mente.
Pero no había muchas otras opciones mientras tuviéramos al señor Greene justo detrás de nosotros.
Llegamos al aula un poco tarde y nos sentamos rápidamente en nuestros sitios. El señor Berty estaba recitando un poema de Frost. Hizo caso omiso a nuestra entrada, con el fin de que no se rompiera el ritmo de la declamación.
Arranqué una página en blanco de mi libreta y comencé a escribir, con una caligrafía más ilegible de lo normal debido a mi nerviosismo.
¿Que es lo que ha pasado? Y no me vengas con el rollo protector, por favor.
Le pasé la nota a Edgard. Él suspiró y comenzó a escribir. Le llevó menos tiempo que a mí, aunque rellenó un párrafo entero con su caligrafía personal antes de deslizarme el papel de vuelta.
Alice vio regresar a Victoria. Te saque de la ciudad como simple precaución, aunque nunca hubo oportunidad de que se acercara a ti de ningún modo. Emmett y Jasper estuvieron a pundo de atraparla, pero ella tiene un gran instinto para huír. Se escapó justo por la línea que marca la frontera con los licántropos de un modo tan preciso como si la hubiera visto en un mapa. Tampoco ayudó que las capacidades de Alice se vieran anuladas por la implicación de los quileute. Para ser justo he de admitir que los quileute podían haberla atrapado también si no hubiéramos estado nosotros de por medio. El lobo gris grande pensó que Emmett había traspasado la línea y se puso a la defensiva. Desde luego, Rosalie entró en acción y todo el mundo abandonó la casa para defender a sus compañeros.
Carlisle y Jasper consiguieron calmar la situación antes de que se nos fuera de las manos. Pero para entonces, Victoria se había escapado. Eso es todo.
Fruncí el entrecejo ante lo que había escrito en la página. Todos ellos habían participado en el asutno, Emmett, Jasper, Alice, Rosalie y Carlisle. Quizás incluso haste Esme, aunque él no la había mencionada. Y además, Paul y el resto de la manda de los quileute. No hubiera sido difícil convertir aquello en una lucha encarnizada, que hubiera enfrentado a mi futura familia con mis viejos amigos. Y cualquiera de ellos podría haber salído herido. Supuse que los lobos habrían corrido más peligro, pero imaginarme a la pequeña Alica al lado de alguno de aquellos gigantes licántropos, luchando...
Me estremecí.
Cuidadosamente, borré todo el párrafo con la goma y entonces escribí en la parte superior:
¿Y qué pasa con Charlie? Victoria podria haber ido a por él.
Edward estaba negando con la cabeza antes incluso de que terminara; resultaba obvio que intentaba quitar importancia al peligro que Charlie podría haber corrido. Levantó una mano, pero yo lo ignoré y continué escribiendo:
No puedes saber qué pasa por la mente de Victoria, sencillamente porque no estabas aquí. Florida fue una mala idea.
Me arrebató el papel de las manos:
No iba a dejarte marchar sola. Con la suerte que tienes, no habrían encontrado ni la caja negra.
Eso no era lo que yo quería decir en absoluto. Ni siquiera se me había ocurrido irme sin él. Me refería a que habría sido mejor que nos hubiéramos quedado aquí los dos. Pero su respuesta me distrajo y me molestó un poco. Como si yo no pudiera volar a través del país sin provocar un accidente de avión. Muy divertido, claro.
Digamos que mi mala suerte hiciera caer el avión. ¿Qué es exactamente lo que tú hubieras podido hacer al respecto?
¿Por qué tendría que estrellarse?
Ahora intentaba disimular una sonrisa.
Los pilotos podrían estar borrachos.
Facil. Pilotaría el avión.
Claro. Apreté los labios y lo intenté de nuevo.
Explotar los dos motores y caemos en una espiral mortal hacia el suelo.
Esperaría hasta que estuviéramos lo bastante cerca del suelo, te agarraría bien fuerte, le daría una patada a la pared y saltaría. Luego, correría de nuevo hacia la escena del accidente y nos tambalearíamos como los dos afortunados supervivientes de la historia.
Le miré sin palabras.
—¿Qué? —susurró. Sacudí la cabeza, intimidada.
—Nada —articulé las palabras sin pronunciarlas en voz alta. Di por terminada la desconcertante conversación y escribí sólo una línea más.
La próxima vez me lo contarás.
Sabía que habría otra vez. El esquema se repetiría hasta que alguien perdiera.
Edward me miró a los ojos durante un largo rato. Me pregunté qué aspecto tendría mi cara, ya que la sentía fría, como si la sangre no hubiera regresado a mis mejillas. Todavía tenía las pestañas mojadas.
Suspiró y asintió sólo una vez.
Gracias.
El papel desapareció de mis manos. Levanté la mirada, parpadeando por la sorpresa, para encontrarme al señor Berty viniendo por el pasillo.
—¿Tiene algo ahí que tenga que darme, señor Cullen?
Edward alzó una mirada inocente y puso la hoja de papel encima de su carpeta.
—¿Mis notas? —preguntó, con un tono lleno de confusión.
EI señor Berty observó las anotaciones: una perfecta trascripcion de su lección, sin duda, y se marchó con el ceño fruncido.

Más tarde, en clase de Cálculo, la única en la que no estaba con Edward, escuché el cotilleo.
—Apuesto a favor del indio grandote —decía alguien.
Miré a hurtadillas y vi a Tyler, Mike, Austin y Ben con las cabezas inclinadas y juntas, conversando muy interesados.
—Vale —susurró Mike— ¿Habéis visto el tamaño de ese chico, el tal Jacob? Creo que habría podido con Cullen —Mike parecía encantado con la idea.
—No lo creo —disintió Ben—. Edward tiene algo. Siempre está tan... seguro de sí mismo. Me da la sensación de que más vale cuidarse de él.
—Estoy con Ben —admitió Tyler—. Además, si alguien se metiera con Edward, ya sabéis que aparecerían esos hermanos enormes que tiene...
—¿Habéis ido por La Push últimamente? —preguntó Mike—. Lauren y yo fuimos a la playa hace un par de semanas y creedme, los amigos de Jacob son todos tan descomunales como él.
—Uf —intervino Tyler—. Menos mal que esto ha terminado sin que la sangre llegara al río. Ojalá no averigüemos cómo podría haber acabado la cosa.
—Pues si hubiera leña, a mí no me importaría echar una ojeada —dijo Austin—. Quizá deberíamos ir a ver.
Mike esbozó una amplia sonrisa.
—¿Alguien está de humor para apostar?
—Diez por Jacob —propuso Austin rápidamente.
—Diez a Cullen —replicó Tyler.
—Diez a Edward —imitió Ben.
—Apuesto por Jacob —intervino Mike.
—Bueno, chicos, ¿y alguien sabe de qué iba el asunto? —se preguntó Austin—. Eso podría afectar a las probabilidades.
—Puedo hacerme una idea —apuntó Mike, y entonces lanzó una mirada en mi dirección al mismo tiempo que Ben y Tyler.
Colegí de sus expresiones que ninguno se había dado cuenta de que estaba a una distancia en la que era fácil oírles. Todos apartaron la mirada con rapidez, removiendo los papeles en los pupitres.
—Mantengo mi apuesta por Jacob —musitó Mike entre dientes.